El Sida: el virus que traicionó a una generación

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Jaume tenía un rostro enjuto que intentaba esbozar una sonrisa. Mas su presente –desconozco mucho de su pasado- no propiciaba gestos de regocijo. Se hallaba solamente acompañado por la fiel generosidad de alguien que creyó que lo amaba; pero cuando ella se apercibió de que entre ellos no había más que necesidad, era tarde, demasiado tarde para no amarlo, con ese desprenderse de sí misma para cuidar del otro a costa del propio bienestar.

El SIDA había forzado las bases de una relación fallida, pero ante la absoluta soledad y falta de medios para sustentarse de Jaume, ella no pudo sino aceptar una tragedia que se extendía desbordando la enfermedad.

Así que con un coraje, una entereza y una convicción admirable de que no tenía opción –aunque de facto la tuviera- adecuó su casa con los utensilios necesarios que iban requiriendo conforme evolucionaba el maldito virus.

Pertenecían a esa generación que, desconociendo la existencia de tal mortífero bichejo, se había entregado a la liberación sexual de la transición democrática; experimentando la promiscuidad como gesto de rebeldía ante una moral férrea y castradora. Por eso esta pandemia que acabó y sigue acabando con muchas vidas humana –especialmente en África- estuvo teñida de una insidiosa connotación moral que despreciaba la homosexualidad, en un principio, y después a toda práctica promiscua.

La historia de Jaume es la de alguien que padeció su enfermedad en el silencio y el aislamiento social. Nunca quiso que se supiera, más allá de esa amiga incondicional, qué le mantenía postrado en el sofá relajándose con “maría”, un amanecer tras otro. Tampoco expresó abiertamente qué sentimientos le azoraban y qué temores tenía, ni cuando empezó a regalar objetos muy preciados para él a una amiga de su compañera que les apoyó –sabiendo, pero desconociendo a ojos de Jaume cuál era su mal-. Un plateado reloj de bolsillo que había pertenecido a su abuelo y que él siempre llevaba colgado de la trabilla del pantalón. Un objeto antiguo, con solera, que manifestaba algún aspecto de la personalidad de Jaume. Alguien que se sentía artista, pero sin la tenacidad de luchar en un mundo tan reacio a que esas actividades menores pudieran ser una profesión para quien lo deseara y desplegara su creatividad; al margen de que perteneciera o no a esa élite de genios privilegiados de los que cualquier país presume.

La fase final de su vida duró alrededor de un año. Dos días antes de morir pidió como regalo para su santo “El Requiem de Mozart”. Fue un mensaje velado pero conmovedor a las dos personas que se hallaban junto a él. Sabía que partiría en breve y esa era la música que deseaba que lo despidiera.

Una tarde, en la que el desenlace era inminente se marchó asido fuertemente a la mano de la persona, su amante, su amiga que más le demostró lo que era amar en este podrido mundo. Con los gestos y muecas de mandíbulas que el momento propicia se fue en paz, ella sintió esa paz. Aunque la amiga adosada sintió que se desestructuraba y que en breve se caería descuartizada del horror de haber presenciado la muerte de un ser humano.

Su familia acudió cuando él ya había fallecido. Impostando su papel que desgarró a quien lo había amado hasta el final: más como amiga, o como la gran persona que es y que sabía que su humanidad no le permitía abandonarlo, como sí hizo su familia; esa que te toca genéticamente en suerte.

Jaume es uno más, pero único a la vez. Que padeció esa terrible enfermedad que es hoy, dicen, algo crónico pero no mortal en Occidente y que por el contrario continúa arrasando vidas de jóvenes, niños y adultos en otros continentes. Las medicaciones son caras y bien sabemos que  lo prioritario son los resultados económicos ¿En qué cabeza entraría dar un fármaco para salvar la vida de alguien que no puede pagar?

En memoría de los que murieron por desconocimiento médico en los primeros años y, en especial, de todas aquellas personas a las que se les niega la vida por no disponer de medios para comprar su derecho.

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