La especie condenada

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Es recurrente en las diversas mitologías la creencia de que el humano desde su origen arrastra una condena que determina su condición. A menudo este escarmiento responde a una desobediencia a la divinidad o divinidades que, por su parte, lastran a ese ser indómito con una deuda impagable.

El punto de partida de la especie es siempre el estar en falta, el carecer de lo debido, el vivir para zanjar la culpa originaria. Sea, tal vez, el hombre moderno quien se rebeló contra esa carga ilegítima que parecía urdida para su sometimiento y docilidad.

En ese acto de sublevación el hombre inicia el “sepelio de Dios” a sabiendas de que no puede haber divinidad bondadosa que genere un ser destinado al sufrimiento por una culpa sin posibilidad de redención. Es, por lo tanto, otro acto reprobable el que libera al ser humano de su lastre existencial y lo libera de una deuda que no siente que, de facto, pueda corresponderle como especie.

Curiosamente, ambos actos, el originario causante del daño y el liberador de esa condena, están vinculados inexorablemente al mal, como si la única forma de deslizarse en la existencia con cierto sosiego fuese concebida por el propio humano como el resultado de imponer y dominar a quien sea que se oponga a su placidez y derecho a estar, sin faltas insaciables.

¿Podríamos sospechar que el principio que reza que el mal solo genera mal es una falacia inoculada con el fin de domeñarnos? La experiencia es testigo vívido de que en este mediocre mundo —y nada hay que nos permita suponer otro, más que nuestra necesidad de superar la finitud— quienes poseen el poder o la capacidad de instrumentalizar a otros para su propio beneficio, a menudo, llevan vidas asentadas sobre la garantía de no carecer de los bienes básicos de subsistencia.  Esto entraría en clara colisión con el principio mencionado, siendo empíricamente comprobable que lo dicho funciona satisfactoriamente en la mayoría de los casos.

Así pues, parecería que la eficacia de doblegar a otros es un mecanismo evolutivo de supervivencia exitoso; y que tan solo son cuestionables las acciones que se imponen con el fin del beneficio propio, aun a costa del mal ajeno, desde una perspectiva moral que no posee más fundamento que la conciencia del sujeto. Los mismos relatos, que el hombre se da a sí mismo sobre su propia historia, muestran cómo estos son narrados por los vencedores y los vencidos devienen olvido e invisibilidad. Así como también, el tiempo da voz propia a los vencidos que se presentan como las víctimas inocentes. Este ciclo repetitivo es un indicio de nuestra condición.

En síntesis, si esto es viable, nuestra naturaleza opera por mecanismos de supervivencia culturales, en cuanto lo biológico se ha fundido con lo cultural en nuestra especie, que podemos cuestionarnos moralmente por estar dotados de esa conciencia que nos ha convertido en seres culturales; en consecuencia, la expresión el mal engendra mal —principio de carácter exclusivamente moral—no puede funcionar como tribunal de la historia, la cual nos ha enseñado que no es precisamente el estar dotados de conciencia moral un mecanismo eficaz de supervivencia, al menos en nuestro entorno natural, que es, a día, de hoy indiscutiblemente la cultura.

¿Será nuestra condena como especie el hecho de poseer conciencia? ¿Fue ella la que nos dejó eternamente en deuda con la Naturaleza o los dioses?

Desde un punto de vista evolucionista la conciencia es el rasgo distintivo y dominante de nuestra especie respecto de otras —entendiendo que esta implica conciencia de sí y capacidad para el pensamiento abstracto y simbólico— y que nos ha situado en el lugar que creemos ocupar en el cosmos. Desde una perspectiva teleológica, de propósito o sentido vital que nos haga sentirnos dignos, quizás la conciencia es nuestra condena irredimible.

Plural: 7 comentarios en “La especie condenada”

  1. Tus artículos siempre me hacen reflexionar. Y en este caso me ha llevado a recordar un viejo pensamiento que tenía por mi cabecita aparcado, referente a la evolución posible del ser humano afuera del planeta tierra, si es que se llega a dar esa circunstancia alguna vez. Porque nuestro recorrido evolutivo como especie dentro de estas cuatro paredes en las que habitamos creo que no da para más. Pero sí hay posibilidad de evolución si consiguiéramos esparcirnos por el universo. Entonces, ¿hacia dónde evolucionaríamos? Me pregunto si todas las teologías y creencias divinas nos servirían para algo, si seguiríamos lastrándonos con ellas, o si la mente humana se «ensancharía» lo suficiente como para crear un ser nuevo, libre de esa culpa y carga original. En todo caso, nosotros no lo veremos.

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      1. Como especie sí. Pero yo creo que en el individuo, y en aquello que decía Julio Verne sobre que todo lo que un hombre pueda imaginar otros lo realizarán, así que espero que la humanidad se expanda por el universo libre del lastre de las religiones. También puede suceder que se cumpla la distopía de la esclavitud del ser humano a manos de las mismas máquinas a las que queremos dotar de inteligencia humana.

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