SATURADOS POR LA PANDEMIA DE LA OPACIDAD Y LA MANIPULACIÓN

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Nos sentimos, tal vez, saturados por la cantidad de artículos y reflexiones que se han llevado a cabo con respecto a la pandemia del covid19. Estando aún inmersos en ella, considero que las consideraciones más ajustadas que se han realizado versan en torno a los relatos oficiales que se han intentado imponer para dar cuenta de esta tragedia planetaria.

Referirnos a los discursos hegemónicos, nos conduce inexorablemente a la cuestión de la posverdad y al compromiso de indagar cómo ha podido operar a lo largo de estos dos años. La incertidumbre que ha predominado en el conocimiento científico del nuevo coronavirus, los cambios que el avance del supuesto conocimiento se ha ido produciendo respecto de las formas de contagio, la sintomatología, las medidas sanitarias necesarias, los protocolos, la aparición de variantes, y si había, en definitiva, que priorizar la salud o la economía, han ido gestando un ambiente de desconcierto, desconfianza y agotamiento de la población. Hay que decir, en este contexto, que las discrepancias sobre el origen de la pandemia se zanjaron con relativa celeridad, y hoy en día, parece que la verdad es que la culpa fue de un murciélago.

El panorama de incertidumbre y desconfianza, descrito sucintamente, se agudizó con la aparición de las ansiadas vacunas. Se abrió una dura competencia entre las farmacéuticas por acaparar el mercado que, los desamparados ciudadanos, no sabían si era mejor vacunarse o no, si cuál de las vacunas era más indicada. Esto se resolvió por parte de cada Estado decretando qué vacuna debía inocularse a cada franja de edad —aunque aquí también hubo cambios de criterios que mareaban al personal— y a los denominados grupos de riesgo.

Así se inicio el relato de la inmunización de los individuos vacunados y de la ansiada inmunidad de grupo. Hubo algún intento salvaje por parte de algún estado de que esa inmunización se produjese de forma natural, o sea contrayendo el virus; hasta que el número de víctimas y el desbordamiento de la sanidad de dichos estados, les obligó a retroceder en sus primeras intenciones.

Aquí se desató la necesidad de vacunar a todo el planeta para conseguir acabar con la pandemia, lo cual obviamente no llegó a buen puerto, porque como muchos sospechaban, los países más ricos acapararían la compra de vacunas y se enviaría a los países con menos recursos económicos las dosis sobrantes, incluso a punto de caducar —lo cual provocó que por la infraestructura necesaria para proceder a la vacunación de las poblaciones de cada país, no hubiera margen de tiempo y muchas de estas dosis se malograran—. El resultado es que los países pudientes van por la tercera dosis de refuerzo —Israel por la cuarta— cuando en muchos países del planeta hay personas que no ha recibido ni una dosis.

Pues dicho esto, una cierta crónica patética de cómo actuamos, que dice mucho de quiénes somos, nos vemos impelidos a reflexionar sobre la cuestión de las vacunas y de su teórica inmunización.

Las campañas de vacunación garantizaban la inmunidad a las personas con las dosis prescritas inoculadas, cuyo tiempo de inmunización ha ido variando también con el tiempo según se nos ha ido explicando y reduciéndose ostensiblemente. ¡Bien para las farmacéuticas! Que se están enriqueciendo a costa de una pandemia provocada naturalmente, que sin embargo han sido alabadas públicamente como emblemas de la rápida capacidad de respuesta de la ciencia médica, por la celeridad con la que han sido capaces de dar con el antídoto y producir millones de dosis.

En este punto de la historia, que como bien sabemos no es ciencia-ficción, algunos empiezan a cuestionarse por qué la diosa ciencia solo ha sido capaz de producir “vacunitas”, en el sentido de que requerían dosis de refuerzo con prontitud, impropio de lo que hasta ahora se entendía por vacuna. Hecho que multiplicaba los ingresos de la industria farmacéutica hasta cifras insospechadas.

Para colmo, hoy se nos está explicando que las vacunitas no inmunizan, es decir, no impiden que contraigas el virus, sino que una vez contagiado disminuya su virulencia. Lo cual ha puesto en cuestión la eficacia y sentido del denominado certificado covid19 —además de lo controvertido de dicho pasaporte por atentar contra la libertad y derechos individuales—.

En estas circunstancias y tras todo lo narrado, la cuestión es que incluso las personas vacunadas dudan de la conveniencia de haberse puestos las dosis pertinentes y es muy difícil hallar datos fiables y objetivos sobre la eficacia de las vacunas, ya que bien podría responder el comportamiento del covid19 a una evolución natural y que las vacunas no hayan sido altamente significativas. Ya poco se habla de la inmunidad del rebaño, porque no parece que se corresponda con los hechos, sobre todo si tenemos en cuenta que hay individuos que se han contagiado varias veces, incluso con pautas de vacunación completas, y por desgracia algunos —imposible saber cuántos, más allá de los famosillos— han fallecidos o han estado en UCIS en estado crítico. Parece además que hubo momentos de la pandemia en las que se inflaron los datos al alza para promover la vacunación.

Avanzando en esta tediosa reflexión lo que se impone es preguntarnos: ¿Qué nos han dicho con transparencia? ¿Han licuado el concepto de verdad convirtiéndola en el relato oportuno en cada momento, que respondía a intereses particulares y no a la salud de las personas? ¿Qué relato nos espera para dar por finalizada la pandemia? ¿Quién posee legitimidad para decir nada al respecto del covid19?

Si alguna certeza hemos obtenido durante este par de años es que la posverdad —ese discurso validado por las autoridades correspondientes atendiendo a intereses parciales, que no respondían con claridad a los datos objetivos— se ha impuesto para quedarse.

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