Imagen extraída del Máster de diversidad de la Universidad de Granada.
Estar disponible para el diálogo, la conversación sin acritud y constructiva es un fenómeno poco común en nuestros tiempos. Hay una diversidad de ámbitos en los que los discursos son monolíticos y se retroalimentan, con lo que paradójicamente la pluralidad que se reclama y defiende, casi como un absoluto, se resquebraja cuando nos adentramos en cada esfera cultural o política y observamos que en ellas no hay lugar para la discrepancia.
Debemos deducir que la diversidad consiste en la multiplicidad de relatos construidos, protegidos y blindados por los que los sostienen y nunca susceptible de ser cuestionados.
Ahora bien, lo que se sostiene son pluralidades de constructos que conviven unos al lado de los otros, que no interfieren, a riesgo de que salten chispas endemoniadas. Además, en el seno de cada colectivo no hay lugar para la diversidad; eso queda fuera de cada grupúsculo que parece muy democrático.
Esta férrea defensa de determinados postulados que si no se tocan coexisten con otros, es una falsa diversidad democrática, a mi juicio. En primer lugar, porque lo social no es posible sin nexo entre las diversidades; en segundo lugar, porque cada diferente debe tolerar, y diría que anhelar, ser sometido a revisión y crítica continua para no recalar en lo que aborrecen, que es el totalitarismo.
A lo dicho habría que añadir que, como supieron ver los filósofos Laclau y Mouffe, estos grupos se mantienen en una tensión constante, cada uno lucha por convencer a los otros y erigirse como el dominante, hasta que sea sustituido por otro. Conocemos las técnicas para convencer actuales, es decir, las técnicas de manipulación, aunque sea a base de falsear la información y aprovechar este instante de la posverdad. En consecuencia, esta lucha por lo hegemónico acaba con un relato dominante, considerado políticamente correcto, contra el que quien se pronuncia es insultado, menospreciado y no se buscan espacios de diálogo y de pensamiento conjuntos que generen dudas, necesidad de trascender o reconceptualizar, porque esto atentaría contra el dominio del discurso dominante, que no necesariamente es el mayoritario. Un ejemplo, que como caso singular nunca refleja plenamente lo que deseamos mostrar, sería que, desde las administraciones públicas, y tras los atentados del 17-A en Barcelona y Cambrils, siempre se ha sostenido que los grupos de migrantes estaban integrados en Ripoll, que no había problema de convivencia ni antes ni después de los atentados. Sin embargo, las últimas elecciones municipales en las que ha ganado el partido Alianza Catalana, un grupo de extrema derecha que asume como primer cometido eliminar la Mezquita de la ciudad. No parece que el sentir mayoritario fuese, al menos después de los atentados, el de qué bien integrados que están los migrantes musulmanes y cuánto nos queremos. Aunque, obviamente ese es el mensaje que se ha querido imponer como si fuese la verdad de lo que en la ciudad acontecía.
En conclusión, la idea es que quien defienda la diversidad y la pluralidad -que sería deseable que fuésemos todos, cada uno desde su perspectiva- que lo haga con la coherencia de aceptar que todo relato debe y puede ser cuestionado para exigir que no se convierta en un tótem. Que los diversos pueden acabar siendo tan dogmáticos y totalitarios como lo son los que lo dicen en sus discursos, -aunque sea subliminalmente- y por lo tanto es imprescindible respetar la libertad de pensamiento y expresión, y sólo limitar la acción cuando esta perjudica a otros individuos de la sociedad. Y si hay ideas que consideramos aberrantes -sean las que sean- se tenga la altura y la talla de argumentar para convencer, no sea que seamos como esos a los que Unamuno les soltó frente a frente “venceréis, pero no convenceréis”.
