Es difícil escribir disociándose de la propia existencia. Como si uno se hallase trascendiéndose a sí mismo y observándose, ajeno al acontecer material. Tal vez sea deseable, ya que la distancia lograda permite templar lo observado, si es eso sobre lo que discernimos. Sin embargo, puede convertirse en una forma de negación que nos permita producir materiales que nada tengan que ver con la vida encarnada que sobrellevamos.
La escritura constituye, en ocasiones, una estrategia para comprender lo que acontece, desprendiéndonos de la intensidad emocional que nos perturba, para calibrar la importancia que la situación comporta.
Reconocida esta función restauradora, la escritura arraigada a la vida debe trascenderla, mas siempre emergiendo de la materialidad que somos y los condicionantes que eso supone. Obviamente no hablo de escritos de fantasía en los que la imaginación convierte ficticiamente lo imposible, en posible, y esta digresión es necesaria también.
Mi interés se centra en cómo es posible no escribir desde las propias entrañas, aunque al simbolizarlo el lector pueda, tal vez, no aprehender ese descarnarse a jirones que va padeciendo y ejerciendo el escritor.
El lenguaje como estructura simbólica abierta nos permite configurar y desconfigurar en un proceso de creación continua lo real y, por ende, a nosotros como reales. Esta elasticidad lingüística es crucial porque nada queda dicho definitivamente, sino que todo decir inicia un nuevo proceso de resignificación.
Desde esta perspectiva, la escritura es un arte de crear y descubrirnos junto a los otros, sin los que no dispondríamos del lenguaje. Hay, pues, una reciprocidad en el uso del lenguaje que consiste en crearnos y ser creados desde cada otro, y sin límite -entendiendo éste como las infinitas combinaciones de palabras y significados-
La literatura nos conmueve cuando leemos frases o fragmentos que nunca hubiéramos imaginado, y que nos dejan perplejos pensando: ¿cómo ese escritor pudor llegar a crear esas líneas, esa manera de mostrar lo real?
Como muestra un botón:
“Doña Irene pertenecía en cuerpo y alma a esa elegante burguesía vienesa, que organiza su tiempo de acuerdo con una especie de pacto secreto que compromete a los miembros de esta liga invisible a encontrarse a determinadas horas en determinados lugares una y otra vez. Poco a poco, sus citas y reuniones, así como los comentarios y comparaciones a los que dan pie se elevan a otro nivel y se convierten en el sentido de la existencia. Aislados del mundo y volcados sobre sí mismos, llegan a perder el contacto con la realidad, los sentidos se alimentan de impresiones insignificantes, acontecimientos intrascendentes de los que esta indolente comunidad no podría prescindir; llegados a este punto, la constante agitación y la pérdida de vínculos que les unen con los demás hombres degeneran rápidamente en un enconado odio hacia sí mismos. (…)
Zweig, S. Miedo. Acantilado.
En un párrafo breve Zweig hace un retrato de la burguesía de su época que sería difícil imaginar en tan escueto espacio.
Otra muestra serían los inicios de las novelas de Javier Marías, cuya enjundia contiene la médula de la narración.
“Durante un tiempo no estuvo segura de si su marido era su marido, de manera parecida a como no se sabe, en el duermevela. Si se está pensando o soñando, si uno aún conduce su mente o la ha extraviado por agotamiento (…)”
Marías, J. Berta Isla. Editorial Alfaguara.
Cuatro líneas magistrales que contienen el meollo de toda la novela.
