El valor de las «promesas».

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Una promesa es un horizonte de esperanza para quien la recibe, su depositario. Para quien la profiere debería ser un compromiso ineludible, cuyo incumplimiento debe tener sus consecuencias. Prometer es dar garantías de que en un futuro -más o menos inmediato- el sujeto que promete realizará una acción, que tendrá valor en sí o, bien, que constituirá un medio para lograr algo posterior.

Partiendo de este supuesto, la cuestión que surge es ¿hasta qué punto los humanos estamos en condiciones de prometer? Nuestra determinación delimita el alcance de lo que podemos prometer, es decir, si son aspectos nimios, para lo cual debería bastar la palabra dada, o si constituyen sucesos provocados por acciones propias a medio plazo. En este último caso, de lo único que podemos dar fe es de nuestra intención de cumplir la promesa, pero no la certeza de que podamos realizarla.

En las interacciones humanas, poder creer en la palabra del otro es el síntoma de la confianza que los individuos han depositado recíprocamente. Así que, en las distancias cortas, el valor de la promesa es nuclear porque su incumplimiento puede fracturar lazos. Así, deberíamos ser cautos y manifestar con precisión qué podemos o no prometer. Esto es aún más importante en las relaciones con los niños, ya que la frustración ante el incumplimiento de una promesa menoscaba la confianza de la que se nutrirán el resto de sus días.

En el ámbito sociopolítico, las promesas son en su mayoría retórica vacía de veracidad para convencer y vencer. Por eso, es aquí donde se da forma de legalidad a los compromisos, mediante contratos, que comporten de facto consecuencias en el no cumplimiento de una promesa, que ya no es tal. Es decir, la promesa propiamente desaparece cuando se vincula con la ley, y lo que es evidente que ha desaparecido es la confianza.

Cuando los acuerdos de este último tipo no pueden ser legalmente vinculantes, se condicionan las acciones de unos a las de otros para disponer de alguna herramienta de presión mediante la cual forcemos al cumplimiento de lo pactado por escrito. Precisamente, tenemos en España un ejemplo clarísimo: el acuerdo para la investidura de Pedro Sánchez con los diferentes partidos. Aquí no hay confianza, porque la política no se rige por ningún tipo de compromiso ético, sino por intercambios interesados entre partidos políticos que, desgraciadamente, buscan su interés particular -muy cuestionable éticamente- en lugar del general. Vemos, como eso de orientar la política al interés general o bien común, expresión casi en desuso, no es más que una promesa vacía que nadie se siente forzado a cumplir.  

Parece que el lugar propio de la promesa, allí donde está adquiere valor, es en el ámbito de las relaciones individuales, basadas en la confianza o promesas formuladas para una vez cumplidas, ganarse la confianza del otro. Este breve tiempo y espacio en el que tiene valor una promesa deriva de nuestra condición: materialidades condicionadas por un espacio-contexto, encarnando incertidumbres de las que ni nosotros mismos podemos dar cuenta, ya que somos volátiles como la espuma; y nuestro dinamismo, fluctuante ante lo que acontece y lo que eso genera en nosotros y en relación con otros, no nos capacita para prometer más allá de ese campo de visión tan mínimo que es el propiamente humano.

Repito que podemos, en un instante, manifestar honestamente nuestra intención de cumplir una promesa. Pero la actualización de ésta, a menudo, no depende exclusivamente de nosotros. En consecuencia, sería prudente no usar en vano las promesas, para que estas no pierdan el valor de compromiso y vinculación con los otros.

Hoy, el día mundial de la Filosofía -del que ya hablé en el post anterior- podemos como conmemoración realizar actos de diálogo, reflexión sobre las múltiples inquietudes que tenemos. Sin embargo, la promesa solo puede ser puesta en el lugar que le corresponde, nunca reforzada o garantizada por un hacer que, si algo deber ser es cuestionamiento de lo que no es obvio, aunque esté interiorizado como tal. Prometen las religiones, en vano; las ideologías, pero no hay ningún cometido de la Filosofía que no consista más que en poner entre paréntesis la posibilidad de las promesas. Y ese quehacer no tiene como propósito desfondar a nadie, sino estimular una actitud crítica y realista de los que los humanos decimos que podemos hacer y aquello de lo que somos realmente capaces.

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