La desconfianza es una actitud existencial básica de quien ha sido víctima de engaños, decepciones y manipulaciones desde la más tierna infancia. Consiste en un mecanismo de autoprotección que hace del individuo un vigía de sí mismo con relación a lo otro. Obviamente, estos individuos requieren de largo tiempo para constatar reiteradamente que el otro
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La decepción o el desengaño nos aboca a la constatación de que la confianza depositada en los otros era errónea, falta de fundamento, o tal vez de que esperamos del otro una actitud o disposición que no tiene. Sentimos así que somos fuente de dádivas inmerecidas a los otros y que es más rentable, menos
El Otro puede mutarse antagónicamente ante nuestra turbada mirada, oscilando peligrosamente de su ser benigno a una nebulosa impostura amenazante. Esta metamorfosis, a veces casi repentina, puede ser un delirio de nuestra mente atormentada o, aunque parezca extraño, ser el resultado fáctico de quien finge y olvida quién es ante cada otro con el que
Nos hallamos enredados en una telaraña de confusión en la que la memoria sesga los hilos que podrían dar sentido y posibilidad de hilvanar algún relato. Miedos, desconfianzas, un agudo aguijón que envenena toda la amalgama de emociones, como si éstas hubieran sido generadas desde la falsedad de todo cuanto creemos que nos es ajeno
El despliegue de sucesos imprevistos nos hace temblar ante el miedo de no ser capaz de sostenernos, más que por no poder, de hecho. Esa ausencia de seguridad en la propia fortaleza y capacidad es la causa de la mayor parte de los declives humanos. No la debilidad en sí, por tanto, sino la flojera
Las intenciones no son más que idees deseadas, no actos plasmados y constatados, por lo que no se puede forjar una fe inquebrantable, en lianas de deseos indescifrables. Por el contrario, exigir esa confianza es demandar un acto infinito, que lo realiza quien a trompicones perece y fallece mientras vive.