La filosofía como liberación de un vivir agotado.

Un comentario

Somos incapaces de imaginarnos lo que debe ser vivir eternamente en paz. Nuestra cognición parte de lo fenoménico y aunque podamos elevarnos más allá e intuir conceptos de los que no tenemos experiencia, no podemos exceder nuestro referente básico que es el mundo. Estamos atrapados en el mundo que nos hemos construido, compartido en parte con los otros, y propio en algunos aspectos. Así, intentar pensar un estado de paz perpetua y eterna es una utopía que decimos anhelar, tal vez porque no nos hemos parado a analizarlo bien.

Estar por siempre, sin cambios, sucesos inesperados que alteren nuestro estado de ataraxia. no sería propio de la condición humana. Necesitamos que nuestra existencia esté estimulada por acontecimientos externos, interacciones y lidiar con lo que va saliéndonos al paso. La quietud absoluta nos provocaría un tedio insoportable. Eso que denominamos monotonía elevado a la enésima potencia y que, en su versión mínima, ya nos cuesta de sostener.

Podríamos creer que esa vida de eterna paz solo es propia de los dioses. Sin embargo, Philip Mainländer[1] partiendo de lo que él denominó una filosofía inmanente -aquello de lo que podemos tener conocimiento, ya que lo trascendente se escapa a nuestra posibilidad de conocer-, intentó demostrar que habiendo existido -en esencia, también- un Dios, como se le ha denominado desde siempre, ejerció su libertad:

“Solo pudo hacerse valer en una única elección, a saber: o permanecer como era o no ser. Desde luego, también tenía la libertad para ser diferente, pero la libertad para ser diferente en todas direcciones debió de permanecer latente, porque no podemos pensar ningún ser más perfecto y mejor que el de una unidad simple.

Así pues, a Dios solo le quedaba un acto posible, y por cierto un acto libre, porque no estaba sometido a coacción alguna, y porque podía tanto dejar de hacerlo como ejecutarlo, a saber: ingresar en la nada absoluta, es decir aniquilarse por completo, cesar de existir.”[2]

Fijémonos, esa unidad en esencia y existencia que era el dios premundano, sin coacción ninguna, ya que nada más había, decidió entregarse a la nada, es decir como voluntad dinámica quería no algo determinado, pues no había más que permanecer inmóvil o querer dinámicamente como voluntad, así que su única elección posible para querer era la nada. Pero no aniquilándose, sino desintegrándose y dando lugar a la pluralidad, que es el mundo y cuyo destino es, en consecuencia, la desintegración progresiva como particular disgregadas del propio Dios. La cuestión aquí es el porqué de su elección. La única explicación plausible es que su omnipotencia no le permitiese más que modificar cómo era, no su ser. En este sentido, la desintegración era el camino hacia la nada, y el mundo un fin para la consecución de esa Nada.

“Dios conoció que solamente a través del devenir de un mundo real de la pluralidad; solo a través del ámbito inmanente, es decir, del mundo, podía ingresar desde el supra-ser en el no-ser. (…)”[3]

Esto es importante en la Filosofía de la redención o liberación, ya que, aunque la voluntad de vivir en cada individuo -como desintegración de dios- parece preeminente, es la voluntad de muerte la que va adquiriendo más energía, en cuanto quien más conoce se apercibe de que su anhelo es la muerte, la nada, aquello que ya eligió el ser simple del que el mundo se originó, o dios.  Así esta filosofía no exhorta al suicidio, pero si fuésemos honestos, afirma Mainländer, debió destruir los motivos que se le oponen. Y aquí se refiere explícitamente al temor que nos produce el no saber con certeza qué hay tras la muerte. La filosofía, la suya, debería haber insistido en que ya solo existe lo inmanente y haber proporcionado quizás argumentos más contundentes, lo trascendente fue, pero ya no es, desde el suicidio de Dios.

Retomemos ahora la reflexión inicial. Situar en el horizonte un estado de eterna paz perpetua no es apropiado a la condición humana, porque ni tan siquiera lo fue para Dios, cuya voluntad rechazó el tedio de su inmovilidad para querer lo único que podía, la nada.

En consecuencia, somos seres destinados a morir, finitos. Nuestra voluntad quiere la muerte porque es un no estado, el fin del sufrimiento y de la lucha movidos aparentemente por la voluntad de vivir. No son contradictorias, ya que como en el caso de la divinidad la vida es un medio para morir. Esto tampoco equivale a decir que solo hay dolor. La existencia oscila entre el placer y el displacer, y en esta lucha vamos perdiendo la fuerza de vivir con el paso del tiempo. Unos antes, otros después. Pero, en cualquier caso, no puede condenarse a los que cansados y sobrepasados por el esfuerzo de vivir optan por el suicidio. Cada individuo como voluntad es el único que puede calibrar qué le compensa más, pensando también en los que tiene a su alrededor y que interactuamos unos con otros. Así que cualquier decisión tiene consecuencias no solo para quien actúa, sino para los que padecen posteriormente esa acción. Lo que siempre es execrable es la condena de la decisión de alguien, en cuanto solo él sabe la energía que le resta para bregar con la vida.

A pesar de que Mainländer ha sido considerado, tal vez, como el gran pesimista, junto a Cioran, sostengo que la mirada del filósofo de la redención es REALISTA. Y, aquí, su inmanencia absoluta debería servirnos de referencia para sondear a los humanos -a todos y bajo condiciones sustancialmente diversas y desfavorables- y comprobar en el interior de cada uno cuántos desean aún seguir en este mundo, y cuántos querrían la liberación de morir, no de ser asesinados, sino de poder elegir su vida o su muerte.


[1] https://filco.es/philipp-mainlander-camino-hacia-la-nada-2/

[2] Mainländer, P. “Filosofía de la redención” Alianza Editorial, 2020 Pp. 266

[3] Mainländer, P. “Filosofía de la redención” Alianza Editorial, 2020 Pp.268

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