La fortaleza de reconocer la fragilidad.

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Vérselas de frente, cara a cara, sin esquivos ni requiebros con la propia fragilidad es un acto de humildad que realizamos por honestidad o, a veces, porque la realidad se impone crudamente. Sometidos como estamos a las inclemencias externas -sucesos, acciones ajenas…- no siempre disponemos de la capacidad de protegernos, reaccionar y evitarnos la erosión que nos provoca. El deterioro no siempre es reversible y va esculpiendo en nosotros el rastro de la endeblez; en definitiva, de algo que es condición del humano: ser sensible y afectable.

Aquellos cuya fortaleza les permite, paradójicamente, acoger su fragilidad se hallan en el lugar que desean, ya que la transparencia contribuye al autoconocimiento, es decir, a la claridad sobre sus capacidades y límites, y, en consecuencia, a no impostar lo que les conduciría a un no-lugar -porque no es el propio-.

Decía Cioran:

“(…) todo hombre vive para conocer la fragilidad de su destello y la falta de genialidad de la vida. La autenticidad de una existencia consiste en su propia ruina. (…)[1]

Y esa ruina no es más que la asunción de la degeneración que la vida imprime en nosotros. Siendo “auténticos” o transparentes huimos del engaño, de creernos quienes no somos. Dicho, en otros términos, la mayoría de los humanos somos la mediocridad de nuestra condición y lo único que nos enaltece es el reconocimiento de esa podredumbre que yace en cada uno.

La decadencia es pues universal a lo humano, más cada uno posee su propio modo de hundimiento. Y a este solo le restamos poder en la medida en que lo acunamos como algo natural que acontece, y que nos confiere una singularidad única.


[1] Cioran. E. “Breviario de podredumbre” Ed. Taurus.

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