El tiempo, que no perdona, fue imponiendo la exigencia de disolución de una relación que, desde su inicio, estaba destinada a acabar. Los vínculos no son homogéneos y, por eso mismo, cada uno tiene una singularidad que nos obstante puede ser comprendido considerando su idiosincrasia. Por ejemplo, los paternofiliales deberían tocar a su fin con la muerte, normalmente de los progenitores, aunque siempre restan inscritos en la estructura afectiva del individuo. Sabemos que tampoco es siempre así, pero intentamos referirnos a los que han sido bien establecidos desde el cuidar y ser cuidado, que con los años puede invertirse. Los vínculos de amistad, si son auténticos, se mantienen con más o menos intensidad a lo largo de la existencia, finiquitando con el deceso de alguien. Los de pareja manifiestan una gran diversidad según las bases sobre las que se establece la relación.
Sin embargo, hay otros vínculos, lo de ayuda profesional, terapeutas, psiquiatras, que están llamados a su fin, precisamente para que cumplan la función que tienen: entrenar las habilidades de autogestión emocional y conductual. Si nunca se produjera la separación, estas habilidades no pertenecerían de forma autónoma a quien demanda ayuda, si no que dependerían siempre de la presencia o no de esa figura que, mediante un encuadre definido, inicia un vínculo con la perspectiva de que éste toque a su fin, y quien ha demandado ayuda logre su autonomía plena.
Estos principios teóricos no son siempre tan nítidos, ni funcionan con una sistemática infalible. La naturaleza del vínculo y el tiempo de duración de éste condicionan la posibilidad de separarse de la figura de ayuda, sin haberla trascendido y haberse ligado afectivamente a la persona que hay detrás de esa función terapéutica.
Es cierto que las terapias tienden a ser breves y con objetivos definidos que una vez logrados y casi de forma natural la dan por acabada. Sin embargo, según cuáles sean las carencias de quien demanda ayuda su apego puede ser precisamente el núcleo de sus dificultades y con ello la finalización de la terapia sería la del único apego seguro que se ha experimentado. Ese que debería haberse establecido con los padres pero que no siempre se produce.
En estos casos la complejidad es mayor, porque el tratamiento orientado a reparar la carencias de una falta de vínculos primarios pasa por experimentar con el terapeuta la posibilidad de confiar y vincularse. Una vez conseguido esto ¿Es propósito es desvincularse? Algo confuso para quien se halla inmerso en maremágnum emocional del que no se ha sentido capaz de salir solo.
Esto puede ser un indicativo de que por muy personalizadas que se planeen las terapias, hay unas singularidades que no se contemplan; y no se hace porque el espacio terapéutico no deja de ser un laboratorio experimental desgajado de la vida, y la traslación que se pretende hacer a la cotidianidad no siempre funciona, si eso pasa por romper el vínculo con el terapeuta.
Lo descrito afecta a casos minoritarios, aunque ya sabemos que cuando le toca a uno mismo constituye el cien por cien; así, los profesionales deberían revisar cómo gestionar los vínculos que han sido precisamente el núcleo de la terapia, y que deshaciendo el generado ah hoc, quizás entra en crisis cuanto se ha trabajado.
