La ambivalencia de existir.

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Mientras uno se debate entre ser o no ser, otros dejan de ser por voluntad ajena. Seguramente, estos últimos no padecieron el dilema de Hamlet, aunque sufrieron algo peor, por incontrolable: la amenaza externa de quienes deciden por ellos sobre su existencia y su destino. Los que se retuercen en hirientes dilemas internos no padecen carencias materiales severas o se encuentran en un entorno de relativa “libertad” -si todo es relativo, la libertad también-.

Son unos y otros, distintos, diferentes contingencias; los une el sufrimiento y si pretendemos compararlos, nos equivocamos. Son padecimientos inconmensurables. Incisivos para los que los padecen y motivos de decisiones urgentes.

Los que no pueden decir más que dónde esconderse o cómo escapar de esa persecución arbitraria o no, tienen un cometido claro y preciso. No por ello sencillo, y probablemente muchos fenecen en el intento.

Los que deben decidir mantener su existencia, se hallan en el abismo de sinsentido y el absurdo, han rozado la cruda realidad que todos encontramos cuando logramos “vivir bien”, y ahora se enfrentan a la auténtica condición humana: ser contingente que anhela un sentido para poder sobrellevar ese vaivén cotidiano entre el dolor y el placer.

No obstante, el instinto de vida sostiene una tensión intensa con el instinto de autodestrucción. Sometidos a ese duelo, inconscientemente, a menudo, decidimos ser y otras no-ser. Mientras que el instinto de permanencia nos conduce a actuar para sobrevivir, el de muerte de forma más sutil, unas veces, y de manera más explícita otra, requiere de una decisión firme, sobre todo si esa aniquilación es consciente y voluntaria.

Cabe clarificar que muchos de los que desprecian a los que se plantean la autolisis, actúan y viven de manera autodestructiva sintiendo una falsa superioridad moral sobre los anteriores. Y es que, a pesar de nuestra racionalidad, somos demasiado ignorantes de los auténticos motivos que nos conducen a determinadas prácticas autodestructivas a medio o largo plazo. A estos no se les considera suicidas, porque no ejecutan su propia muerte de manera súbita y rápida, sino que tras ciertas actitudes verbeneras se van desintegrando a largo plazo que siempre se nota menos. Con esto, deseo explicitar que esa tendencia a la autodestrucción la tenemos todos de manera inherente, aunque no la reconozcamos. Popularmente quedaría representada por el dicho “que se joda el capitán que yo no como rancho”, en consecuencia, los juicios de valor sobre los otros son, a menudo, erróneos por poco fundamentados, y los propios suelen ser engañosos para sostener una imagen de sí mismo soportable.

“Un hombre solo necesita fuerza para comprar un clavo y un trozo de cuerda. Si es capaz de salir a la calle a comprar esas dos cosas, ya puede ahorcarse. Esa es la base de toda esperanza”[1]

Este fragmento con el que finalizamos, que desprende cierto aroma a Cioran, de Liddell muestra que mientras disponemos de la posibilidad de matarnos y no lo hacemos es porque aún tenemos y hay esperanza. Esa que sostiene a todo humano, esa de la que adolecemos y por la que suspiramos. Hace buena aquella frase de “Mientras hay vida, hay esperanza”. ¿Qué esperamos? La respuesta es individual y creo que instransferible.


[1] Liddell, A “La casa de la fuerza” extraído de R. Espinoza Lolas “ARIADNA. Una interpretación queer”. Ed. Herder. Pg. 31.

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