Sobre por qué la Filosofía nos conduce permanentemente al límite, querría añadir alguna reflexión. La inquietud existencial de estar, sin saber el porqué, de desconocer qué hacer con la existencia, de sentir la carga de un muerto entre los brazos y paralizada no entender qué hacemos aquí, ni por qué, ni para qué, son motivos suficientes para que esa angustia ascendente nos lleve a buscar esas respuestas que nunca encontraremos, en sí mismas, pero a las que podemos dar nuestras propias respuestas.
Y no únicamente como entes aislados, sino inmersos en un mundo con los otros que se hallan en el mismo estado de perplejidad que nosotros -sean o no conscientes-. Quien posee conciencia de la rareza que supone ser un humano existente no podrá detener la lanzadera de cuestiones nunca zanjadas. Buscará un sentido que, ante esa pulsión de vida que instintivamente nos lleva a evitar los peligros, crea logra justificar esa lucha por existir, en lugar de dejarse llevar por esa pulsión autodestructiva.
Y, precisamente, la urgencia de sentido es la urgencia por existir. Esta última solo puede ser encalmada por un propósito, un motivo que nos lleve a resistir como existentes. Seguramente el hilo, ante el nihil, que nos vincula a los otros constituye el único sentido que sacia. De ahí, que tender redes en las que nos recostemos unos con los otros es un alivio que nos puede llevar a degustar la existencia, siempre y cuando cada uno haya otorgado a su existencia el significado de ser con los otros, ya que ellos están en mí y yo en ellos. Un mundo, en el que no sean ese el tipo de redes que nos envuelvan constituye un engaño, para domeñarnos y cosificarnos en beneficio, siempre, de otro singular que no siente necesidad de nadie más, aunque esté errado.
Lo humano como materialidad corpórea que ocupa un lugar simbólico, que debe ser compartido y respetado por los otros, es en última instancia un flujo de corporalidades afectándose y reforzándose mutuamente; o, por el contrario, una lucha por expulsar al otro física y simbólicamente.

«Vivir lleva consigo una serie de tropiezos, una larga lista de caminos y decisiones que nos regresan y que al mismo tiempo nos acercan y alejan del objetivo. »
P. 23, Apreciable señor Wittgenstein, Adriana Abdó
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