Recuerdo que, de niña, cuando querías darle credibilidad a la palabra dicha, prometías o, lo que era más curioso, dabas tu palabra de honor. Esta expresión diría que está en desuso, pero en su momento aludía a la cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo. Lo cual implicaba que faltar a la palabra era perder el honor, es decir la credibilidad como humano en el que se puede confiar y esperar que se comporte con honestidad. Quien no cumplía lo dicho, poniendo en juego el propio honor, quedaba moralmente cuestionado, como alguien de quien se debía recelar siempre para no ser engañado y, en consecuencia, dañado.
Hoy en día, sobre todo de adultos, a la palabra dicha se le presupone, de entrada, fiabilidad, hasta que se demuestre lo contrario. Es decir, si aseguramos al alguien que llevaremos a cabo una acción, no cabe exigirnos prometer ni poner nuestro honor en juego, porque en el caso de incumplimiento de la palabra, ésta pierde credibilidad para siempre. Tan solo, determinados imponderables pueden justificar nuestra falta y, aún así, debemos en próximas ocasiones demostrar que somos, efectivamente, personas de palabra.
No obstante, cabe reconocer que faltar a la palabra dicha no tiene el valor de antaño. La hipervelocidad en la que vivimos en las sociedades occidentales, nos lleva al atropellamiento de las acciones y de las palabras. Cuando nos com-prometemos a algo expresamos la intención de hacerlo, pero las consecuencias de demorarlo no recaen sobre nosotros como una pérdida de credibilidad, sino que se entiende que la presión, la incertidumbre y otros motivos justifican nuestra tardanza. Eso sí, al menos esperamos que a corto plazo se cumpla lo dicho.
Como hemos visto, la palabra dada tenía anteriormente un valor moral que ahora se ha diluido. Antes bien, entendemos que lo que hacemos es establecer un pacto o un acuerdo con el otro, que tiene más que ver con una relación contractual que no moral; y bien sabemos que las palabras se las lleva el viento, y que no le no quede por escrito no existe. Obviamente, cuanto más próxima e íntima es la relación más recupera esa connotación moral que nos deshonra, si no cumplimos lo dicho. Además, con los niños pequeños que son más transparentes e ingenuos faltar a la palabra dada tiene consecuencias decepcionantes para ellos, respecto de la persona que incumple, más si se trata de los padres, familiares próximos o sus amigos.
El relativismo imperante que por una parte nos desahoga porque dejamos de sentir esa asfixia que provoca una rigidez de las normas sociales y morales, por otro lado, en algún aspecto, socava la confianza en los otros y eso, se mire como se mire, es una pérdida importante porque dificulta la colaboración, el establecimiento de lazos y, en definitiva, forjar comunidades de individuos que se apoyan, se cuidan y se aman. Que la palabra dada tenga un valor relativo, flexible e incluso pueda no ser cumplida, nos sitúa en una incertidumbre e inseguridad que nos lleva a actuar con más dosis de egoísmo, debido a la desconfianza y la poca fiabilidad de lo que se nos dice.
En este sentido, sin necesidad de poner en juego el honor, deberíamos por respeto al otro y por los vínculos que existen, revalorizar la palabra: aquello que nos comprometemos a hacer y que los otros esperan que hagamos, e incluso nosotros esperamos de nosotros mismos, ya que de lo contrario la comunicación se convierte en una farsa que podríamos ahorrarnos, ya que lo expresado carecería de veracidad entre los parlantes, que son individuos ligados por la palabra.
El trasfondo sea seguramente una cuestión de honestidad, la cual tampoco reluce por su importancia en la sociedad. Sin embargo, es crucial, sigue siéndolo, en los vínculos más estrechos. Quien es honrado no se comprometerá a los que no puede, manifestará su intención de, pero no su compromiso a llevar a cabo algo de lo que no posee certeza alguna que pueda ser realizado. No podemos convertir las relaciones personales en transacciones comerciales, porque entonces, nosotros mismos nos estamos cosificando, alienando y haciendo de nuestra palabra algo sin valor cualitativo, sino algo que ponemos en juego como moneda de cambio. Si esta degradación de las relaciones se impone, estamos despojándonos de algo profundamente humano: la posibilidad de sostenernos los unos a los otros y darnos lo que solo unos humanos pueden dar a los otros.
¿Qué nos queda si perdemos la confianza, la importancia de los otros humanos?

Algo tan importante, gracias por compartir Ana.
Espero te encuentres muy bien y que este 2025 venga colmado de bendiciones.
Un abrazo
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