Hoy, querría hablar de la política, del arte de conciliar necesidades e intereses de unos y otros, de lo común; de que lo común es que somos diversos, que la diversidad exige un respecto sagrado de la existencia y la dignidad del otro. Hoy querría hablar de lo que no hay, de lo que se reduce a palabras y gestos contenidos, mientras contemplamos un genocidio que no parece que vaya a cesar. De cómo el mundo dice, pero no actúa con la contundencia y coherencia que sería necesaria. De cómo algunos vivimos tan bien, y otros tan mal, que una manifestación ciudadana en una ciudad como Barcelona reúne entre dieciocho y veinticinco ml personas, y de cómo la cara se me cae de vergüenza.
Hoy querría hablar de lo que podría haber, de lo que podría ser dicho y hecho porque es una posibilidad que podemos convertir en realidad. De que nuestras sociedades no permiten ya genocidios, ni estados cuyos gobiernos atacan a diestro y siniestro a todo el que tienen al lado. De cómo no hay voluntad de buscar una forma de convivencia entre un estado de Israel y otro de Palestina. De que los errores del pasado, podemos enmendarlos hoy, porque ya no es posible nada más. De construir, en lugar de devastar; de velar por la paz y los derechos de todos, especialmente de los ciudadanos que están sometidos a la voluntad de sus estados, que acostumbra a no ser la de ellos, y los lleva a la guerra continuamente, los adoctrina, les muestra fantasmas de enemigos por doquier y ataca, para que no le ataquen, y bajo esta estúpida premisa bombardea a quien pestañee a su alrededor. De cómo ese personaje Benjamín Netanyahu -Primer ministro de Israel- ejerce una acción de gobierno como una huida hacia adelante para evitar ser procesado por las causas judiciales que tiene en su país, a las cuales hay que sumarle ahora las internacionales. De cómo un dictador lleva a su pueblo a la ruina en todos los sentidos, y aún se jacta de su poderío.
Hoy, querría expresar absoluta impotencia porque no hay conciencia colectiva de que no podemos permitir lo que está sucediendo; porque los europeos no convocan una huelga general para obligar a la Unión europea a acciones más decisivas y contundente. De los sádicos que se creen dioses que ocupan los gobiernos de diversos estados, y de cómo Trump ha venido a liderar el desastre mundial.
No hay esperanza porque a los ciudadanos nos falta voluntad de exigir lo que parece más justo, y tampoco actuamos. Nuestros gobiernos contemporizan porque nosotros estamos apalancados y habitamos nuestro lugar con indiferencia, con impotencia. Somos millones que podríamos tener el poder de movilizarnos y cambiar cosas, pero eso es utopía, un sueño vano, algo contra lo que se nos ha vacunado a base de individualismo neoliberal y un sálvese quien pueda que los hechos nos confirman día a día.
Mientras escribo esto, los gazatís y más millones de personas se mueren se hambre y asesinados por guerras que ellos no han decidido. Y, yo aquí sentada y protegida, me sumo a la banda de los que dicen y no hacen, porque lo poco que hago no tienen ningún efecto sin la potencial suma de los que podríamos hacer.
Esto cae sobre nuestra conciencia, quien aún la tenga, porque también se nos ha vacunado contra la culpabilidad.


Uno de los medios de los que se sirve el fascismo para actuar sobre el hombre es la total, o casi total, ceguera. El hombre no cree que vaya al encuentro de su propia aniquilación. Es sorprendente que aquellos que se encontraban al borde de la tumba fueran tan optimistas. Sobre la base de la esperanza – una esperanza absurda, a veces deshonesta, a veces infame – surgió la sumisión, que a menudo era igual de miserable y ruin.
La insurrección de Varsovia, la insurrección de Treblinka, la insurrección de Sobibor, las pequeñas revueltas y levantamientos de los Brenner nacieron de la desesperación más absoluta. Pero, naturalmente, la desesperación total y lúcida no generó sólo levantamientos y resistencia: engendró también el deseo —extraño en un hombre normal— de ser ejecutado lo más pronto posible.
La gente discutía por el puesto en la cola hacia la fosa sangrienta mientras en el aire resonaba una voz excitada, demente, casi exultante:
—Judíos, no tengáis miedo. No es nada terrible. Cinco minutos y todo habrá terminado.
Todo, todo engendraba sumisión, tanto la esperanza como la desesperación. Sin embargo, los hombres, aunque sometidos a la misma suerte, no tienen el mismo carácter.
Es necesario reflexionar sobre qué debió de soportar y experimentar un hombre para llegar a considerar la muerte inminente como una alegría. Son muchas las personas que deberían reflexionar, y sobre todo las que tienen tendencia a aleccionar sobre cómo debería de haberse luchado en unas condiciones de las que, por suerte, esos frívolos profesores no tienen ni la menor idea.
Una vez establecida la disposición del hombre a someterse ante una violencia ilimitada, cabe extraer la última conclusión, de gran relevancia para entender la humanidad y su futuro.
¿Sufre la naturaleza del hombre una mutación dentro del caldero de la violencia totalitaria? ¿Pierde el hombre su deseo inherente a ser libre? en esta respuesta se encierra el destino de la humanidad y el destino del Estado totalitario. La transformación de la naturaleza misma del hombre presagia el triunfo universal y eterno de la dictadura del Estado; la inmutabilidad de la tendencia del hombre a la libertad es la condena del Estado totalitario.
He aquí que las grandes insurrecciones en el gueto de Varsovia, en Treblinka y Sobibor, el gran movimiento partisano que inflamó decenas de países subyugados por Hitler, las insurrecciones postestalinianas en Berlín en 1953 o en Hungría en 1956, los levantamientos que estallaron en los campos de Siberia y Extremo Oriente tras la muerte de Stalin, los disturbios en Polonia, los movimientos estudiantiles de protesta contra la represión del derecho de opinión que se extendió por muchas ciudades, las huelgas en numerosas fábricas, todo ello demostró que el instinto de libertad en el hombre es invencible. Había sido reprimido, pero existía. El hombre condenado a la esclavitud se convierte en esclavo por destino, pero no por naturaleza.
La aspiración innata del hombre a la libertad es invencible; puede ser aplastada pero no aniquilada. El totalitarismo no puede renunciar a la violencia. Si lo hiciera, perecería. La eterna, ininterrumpida violencia, directa o enmascarada, es la base del totalitarismo. El hombre no renuncia a la libertad por propia voluntad. En esta conclusión se halla la luz de nuestros tiempos, la luz del futuro. p. 263-264, Vida y destino, Vasili Grossman
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