Deseo y Deber.

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El deseo y el deber no siempre han estado en sintonía, antes bien, diría que su relación, tan antigua como la conciencia humana, ha sido tensa, contraria y en cada disputa siempre ha habido un triunfador, o se actúa por deseo o por deber, la confluencia plena es un desiderátum.

El deseo es el cuerpo en movimiento, sea desde la posición que sea; no es sinónimo necesariamente del impulso o de las pulsiones, pero si posee una carga, una fuerza emocional y pasional que podría equipararlo a los anteriores. Diría que no elegimos lo que deseamos, nos sentimos atraídos por experimentar determinadas situaciones, sensaciones que creemos van a satisfacer plenamente esa ansia por obtener lo deseado. Sin embargo, como ya vio Schopenhauer, el deseo nunca puede ser plenamente satisfecho, solo parcialmente como ya admitieron pensadores posteriores -incluso antes, en la Grecia Helenística, Epicuro- , de ahí que nunca cesemos de desear, es como un indicio de que estamos vivos, de que nuestro cuerpo habla a través de su deseo.

El deber, por su parte, surge de la moral o de la reflexión ética -si somos optimistas- y tiene más que ver con los otros, con el bien de los otros que con el propio, si bien es cierto que hay deberes que también vierten consecuencias benéficas en quien se ciñe a ellos. La cultura, como sistema de normal sociales, legales y morales que regulan una sociedad, impone deberes que se suponen necesarios para la vida comunitaria. Así, el deber es convencional y cambiante con los tiempos, en contraposición con los deseos que, aunque construidos también culturalmente, poseen una autenticidad y responden a menudo a esos cuerpos que laten como humanos, son de alguna manera más híbridos en su origen.

De esta forma, lo que deseamos no puede identificarse, a menudo, con lo que debemos porque el cuerpo desea y la racionalidad piensa lo que deberíamos hacer -siempre en ese complejo cultural antes mencionado-. Lo problemático surge no solo de esa incongruencia entre ambos, sino de que una existencia sometida al deber y que anula el deseo es casi ajena al propio sujeto. Por otra parte, una existencia bajo el mandato del deseo subjetivo colisiona con los otros sujetos deseantes y no contribuye a crear lazos sociales. Así, la única vía por la que mantener una cierta dialéctica conciliadora es dirimir en qué ocasiones podemos dar rienda suelta al deseo y en cuales es conveniente orientarnos por el deber. Solo desde esta voluntad de hacer posible una vida en comunidad podemos ponderar los deseos y los deberes, y tal vez experimentar que el deseo, a menudo no es contrario a la vida con los otros, sino que esos cuerpos deseantes confluyen sin que de ellos se derive más que una satisfacción reparadora. Minimizar el deber, es decir no acudir a él más de lo estrictamente necesario, permite que lo sujetos se encuentren en valle de los deseos y de esas satisfacciones parciales que son necesarias para vivificarnos como sujetos.  

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