Todos tenemos, alguna vez, sueños que apelan a la consecución de lo imposible. En algún rincón de nuestra mente reside ese irracional deseo que fluye en nuestras construcciones oníricas cuando más desprevenidos estamos o, tal vez, cuando más impotencia sentimos. Por muy pragmáticos que seamos, y por muy contundentes que nos mostremos en la negación de determinadas creencias, nuestra mente laberíntica, en ocasiones, nos vapulea con ideas residuales que nos pertenecen, aunque desearíamos haberlas excluido de raíz y haber vaporizado su rastro.
Esta constatación, la de haber identificado esperanza como si fuese un a priori irracional, muestra que, a la condición humana, aunque sea en las recámaras de la propia soledad, le pertenece esta necesidad de proyección más allá de lo posible; su capacidad de remontar las situaciones límites se ve reforzada por estos “ensueños” que, difíciles de explicitar para algunos individuos, yacen y operan como resortes decisivos.
Así, toleramos lo que se muestra irreparable, lo que parece que nos hundirá indefectiblemente en una pasividad abocada al sepulcro. Pero, lejos de eso, acostumbramos a sobreponernos a las penas más sangrantes, sosteniendo la vida, sin esperanza aparente, hasta que reconstruimos otro horizonte explícito, la naturaleza del cual no exige, como condición necesaria, la trascendencia, simplemente un algo que nos permita aferrarnos con convicción a la existencia
Sea como sea, y tal y como desvelan los sueños, la esperanza es lo último que se pierde; lo siguiente es la vida.