Nubarrones espesos que se disuelven y fluctuando vuelven a condensarse, en un estar continuamente oscureciendo e iluminando el panorama, propiciando una incertidumbre sobre cuándo nos anegarán las aguas. Ese no saber es el que nos angustia y nos mantiene alertas, en estado de tensión aguardando lo peor. La obsesión por evitar la tragedia se vuelve compulsiva y seguimos existiendo, pero sin ser quienes éramos. Metamorfoseados en una obcecación que ha ocupado toda nuestra materia gris, aparentamos normalidad sin que el resto se aperciba de que algo siniestro está aconteciendo.
Y cuando todo lo que se fraguaba tiene lugar, nadie halla explicación plausible ya que aparentábamos ser normales, o dicho, en otros términos, evitábamos ser expulsados a causa de estar amenazados por la desgracia. Procurábamos que nadie eludiera nuestro encuentro, ni nos condenara al letargo de la soledad. Todos guardamos secretos inconfesables que deben seguir siéndolo, si no deseamos ser repudiados por la sociedad.