Desde hace años, y acentuado por la pausa impuesta en muchos sectores de la vida socioeconómica que supuso la pandemia, se incide en la necesidad de desaceleración, calma, silencio y en definitiva la posibilidad de que la existencia sea algo a saborear por parte de los individuos.
La velocidad derivada de un sistema capitalista/neoliberal que impone un ritmo insostenible para muchas personas, ya que la exigencia implícita es: produce para poder consumir, ha mermado el tiempo del que dispone el individuo para emplear su ocio como mejor considere. Además, este margen de libertad de acción, que en algún momento se llegó a creer que podría resultar liberador, se ha convertido en un ocio de consumo y esclavitud del que ni tan siquiera se apercibe el individuo.
De esta forma, han proliferado las reflexiones sobre la vulnerabilidad, la fragilidad, la necesidad de los cuidados y la urgencia de que haya redes de apoyo, y mejor aún que cada individuo disponga de las suyas en la familia y amigos. En caso de que éstas no existan el Estado y la misma sociedad debe proveer de ellas a las personas más vulnerables -aunque todos lo somos, en un sentido u otro-.
Lo preocupante, a mi juicio, es que los discursos que desean evidenciar lo que late en el malestar de las sociedades, y que cada vez es más palpable, acaba restringido al ámbito de lo teórico o, en el mejor de los casos, a iniciativas de colectivos particulares que con mucha voluntad y esfuerzo subsanan los vacíos que devoran a muchos, y que dejan indiferentes a los que se benefician del mecanismo estructural que regula el mundo.
El ya conceptualizado precariado es la nueva clase social que abunda en las sociedades desarrolladas -al menos de manera escandalosa en la española-. Según Guy Standing:
Existe una nueva clase social. Está en ascenso y se llama precariado. Su condición es mucho peor que la de los viejos proletarios. No tienen arraigo alguno, nadie que los represente ni los defienda. Ni capacidad para asegurarse un techo ni para soñar en formar familia alguna. Ni —muchas veces— posibilidad de contar con la familia como respaldo. El precariado no corresponde a una clase social tradicional. Cualquiera puede caer en él, desde un ejecutivo que ya descarta la empresa hasta una persona profesional de la aclamada clase media… y por supuesto, cualquiera de la clase obrera. Todos ellos, y especialmente ellas. Todos nosotros, y especialmente nosotras, somos carne fácil de caer en las garras del monstruo de la precariedad. El sistema mercantilista y liberal, aplaudido por las derechas y facilitado también por la política progresista, nos ha llevado hasta aquí: un mundo postindustrial, globalizado, tecnologizado y conectado, que facilita las contrataciones laborales esclavistas en una parte del mundo, y deja en un mar de inseguridades a casi todo el resto.[1]
La incertidumbre se convierte en el eje, en este sentido, sobre el que pivotan la vulnerabilidad, la fragilidad, y la desesperanza que tienen su expresión en los problemas de salud mental de las nuevas generaciones. A continuación, puede consultarse un informe realizado por la Universidad Complutense de Madrid.
La salud mental, en general, se ve afectada por factores multicausales, sin embargo, una de las constataciones a las que puede darse validez es que un entorno social en el que los individuos se sientan menos presionados, juzgados y puedan desenvolverse desde su propia condición sin que esto los condene a la exclusión, es sin duda un contexto favorable para el bienestar mental y físico. Estas condiciones sociales hemos constatado anteriormente que brillan por su ausencia y que la hiperexigencia del entorno económico para poder, simplemente subsistir en la mayoría de los casos, aboca al fracaso a quienes, por otra parte, han sido educados entre algodones, sin figuras de autoridad y sin límites. El contraste entre la educación, sin base crítica en una formación humanística, y la realidad que se encuentran conforme van separándose del entorno familiar provoca un colapso mental que les dificulta asimilar el cambio brusco y sustancial entre cómo han vivido, y cómo van a vivir o qué posibilidades perciben que tendrán de mantenerse a sí mismos en condiciones dignas.
Por lo expuesto de forma concisa -hay y habría para escribir extensos libros-, es urgente un cambio en profundidad de las formas de vida que permitan respirar a las personas y que puedan, como decíamos al inicio saborear la vida. Lo cual, y esto es crucial, implica el reconocimiento de la propia fragilidad y de un grado de incertidumbre mayor que en otros momentos por parte de cada individuo. Los hitos del sueño americano sucumbieron hace décadas, aunque a veces algunos vivan como si eso fuese lo común si hay esfuerzo. La tenacidad y el buen hacer no son ya garantía de estabilidad, aunque no vamos a negar que ayudan.
No obstante, tampoco lo que esperan los individuos es trabajar mucho para tener un mínimo tiempo de vida. Prefieren trabajar lo suficiente para que su forma de existencia tenga unas condiciones mínimamente dignas, disponiendo de un lapso de tiempo que les sea propio, liberador y en el que puedan desarrollarse como personas, en la manera en que cada uno lo entienda. Así, recuperamos la idea inicial expuesta de que necesitamos desacelerar la existencia, pausarla, experimentar la calma, el silencio, aunque se nos antoja una utopía que, en el contexto actual, sea posible un cambio de paradigma en la manera de plantearse la vida.
Quienes aprovechan la coyuntura para vanagloriarse de que el desarrollo de la Inteligencia Artificial permitirá a los individuos disponer de más tiempo libre, van a necesitar argumentar muy bien esos augurios, ya que resulta sospechoso que vayamos a vivir mejor, trabajando menos. O será que soy una escéptica pesimista sin remedio.
[1] Sinopsis de la obra de Guy Standing titulada “El precariado, una nueva clase social” Editorial PASADO Y PRESENTE. 2013.

🖤🤍
Me gustaMe gusta