La ficción como oasis de lo real.

La ficción es algo cotidiano, contingencias que suceden sin trascendencia. Bien pensado, los afortunados son los que transitan por esas secuencias sustituibles, y excepcionalmente acontece algo real en sus vidas que los espolea dejando una huella indeleble. Esta incitación acostumbra a presentar diversos matices, aunque en síntesis podríamos calificarlos de positivos, neutros y negativos.

La incursión en la realidad resulta positiva cuando los acontecimientos nos refuerzan como individuos, evidenciando algo benéfico que hay en nuestras vidas. Sin embargo, si somos mínimamente avivados porque lo acontecido ni pone ni quita nada a nuestra existencia ficticio-real consideramos al estímulo neutro. Por último, ser azuzados por resquebrajamiento o cuarteo nos fractura desde el interior. Aquí hay un hundimiento en lo real negativo, que condicionará -al igual que el positivo- el sentido y la dirección de nuestra existencia.

Lo expuesto hace deseable nuestra destreza para discernir entre lo ficticio, en el sentido de fútil, innecesario, prescindible, y lo real que nos sustancia en el quiénes somos y el cómo somos. Obviamente, si el contacto con la realidad es excepcional, y no cotidiano, cada roce es devenir, cambio y alteración significativa.

Si el humano es el ser que se desliza entre lo ficticio y lo real, somos unos estetas de la vida, ya que nos parece vivir siempre, aunque ciertamente sea algo excepcional.

Tener conciencia de la insignificancia de la mayoría de los sucesos cotidianos, de esa ficción recurrente en nuestras vidas, nos descongoja, nos permite regular la ansiedad y ocuparnos de lo que es relevante. Como rezan los versos eternos de Calderón de la Barca:

“¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son»

Lo ficticio es, en última instancia, el suelo que pisamos asiduamente y que no interfiere en nuestras vidas, pero nos sirve de distracción, puede ensimismarnos, concediéndonos una tregua para afrontar ese exceso de realidad que nos abruma cuando nos hundimos en su ámago, lo que terriblemente nos inquieta.