La indiferencia o el rechazo del otro, eso que hoy en algunos contextos se denomina cancelación -tal vez por influjos informáticos- ha existido siempre. La relevancia que ha adquirido actualmente tiene que ver con los espacios supuestamente democráticos en los que ese fenómeno se da. Hacer el vacío a ideologías políticas, a perspectivas distintas de las que se han impuesto como políticamente correctas están presentes -sin demasiado disimulo- en la política, los entornos académicos y universitarios, los medios de comunicación, etc.
Huelga decir que, a mi juicio, es una práctica antidemocrática, ya que los planteamientos propios deben convencer con argumentaciones, no vencer por estrategias intransigentes. Podría citar una variedad de ejemplos, pero no es el objetivo de este escrito perderme en cuestiones fácticas.
A parte de los entornos mencionados, el ninguneo, la displicencia o el repudio del otro tiene lugar en las interacciones sociales, entre individuos de carne y hueso, y estas son más dolorosas porque lo que se está repudiando o ignorando es a la persona, no a una perspectiva del mundo u otra.
Esto sucede en las relaciones entre iguales, en las jerárquicas, en las familias, … y, a veces podemos suponer que es el síntoma y otras la causa. Si la cancelación se produce como reacción a un conflicto previo, es un síntoma; si, por el contrario, el rechazo es la causa, aparente y paradójicamente, siempre subyace una causa previa de ese rechazo por lo que, en consecuencia, siempre es el síntoma.
Si aceptamos que siempre es un síntoma, asumimos que es una especie de sombra que alerta, o es un indicio de algo que ya está sucediendo de manera solapada. Así pues, si la cancelación es la sombra del conflicto de fondo habrá que hurgar en el acto del rechazo o el ninguneo para identificar qué ha llevado a la persona a esa actitud.
La aproximación al fenómeno tan solo nos muestra el camino por el que transitar para discernir cuál es el auténtico conflicto que subyace. Lo más complejo es dilucidarlo, ya que además requiere de la voluntad de quien cancela para poder obtener algo de luz. Si el cancelador se cree en posesión de la verdad, posee una actitud dogmática e intransigente no hay posibilidad de comprender qué dolor de fondo ha provocado ese síntoma, esa actitud negadora del otro.
Lo peor es que, si esta negativa de quien cancela se mantiene, el cancelado a su vez cancelará a su cancelador. Y para que esto no parezca un trabalenguas, diremos que una actitud persistente de reprobación o indiferencia hacia otro provoca que este último reaccione de la misma manera al sentirse agredido. Así se desata un bucle del que es difícil alejarse y el mayor riesgo es que la situación se cronifique.
Todos podemos evocar situaciones similares y cómo han concluido, si no lo han resuelto y, para el mayor de los males, se ha traslado a generaciones posteriores que acaban ignorando el motivo del circulo vicioso, y tan solo poseen esos sentimientos de rechazo que acaba derivando en odio.
Por fortuna, muchas de estas circunstancias se resuelven de manera no tan dramática. El hecho de que alguien se sienta expulsado por otro -ya hemos hablado largo y tendido sobre las formas de cancelación- provoca un malestar que es difícil de disimular continuamente. Así, mediante un enfrentamiento inicial o por la buena disposición de una de las partes, puede iniciarse un diálogo que solo será fructífero si de reconoce por ambas partes el conflicto original y hay voluntad de resolverlo. Esto sucede más fácilmente si entre las partes hay vínculos afectivos -mayor el dolor, pero mayor el deseo de reconciliación- que les impele por necesidad a buscar una entente, una salida a esa situación no deseada.
Entre iguales, en el seno familiar podríamos decir que este tipo de cancelaciones se pueden producir con bastante frecuencia, sin embargo, la capacidad de remontar es mucho mayor. La razón de peso es que no podemos mantener esta tensión generada ad infinitum, porque nos destroza. Así, no es solo un acto de amor al otro, sino a uno mismo, ya que, al ser interdependientes, el malestar propio y el ajeno se funden y confunden y emerge la imperiosa necesidad de clarificar qué sucedió, por qué y cuál ha sido la actitud de cada uno. La esperanza es que sepamos detectar posibles síntomas con mayor prontitud para que el mal mutuo sea el menor posible.
En resumen, la denominada cancelación es un síntoma de conflictos con diversas aristas que debe ser abordado singular y particularmente, siempre que nos refiramos a interacciones individuales, con o sin vínculos afectivos. Por otra parte, si esta cancelación tiene por objeto ideología, visiones del mundo u otros planteamientos, la resolución es mucho más compleja ya que la intransigencia no se percibe como tal, sino como una cuestión de principios inviolables. Me cuestiono ¿cuántos y cuáles son esos principios inviolables? Quizás se nos achique la boca al intentar mencionarlos, y nos demos cuenta de que lo sagrado, si lo hay, cabe en la cuenca de la mano.
Una reflexión apasionada, pero sugerente:

Excelente artículo Ana. Gracias
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A ti, Javier.
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