El lujo de ser contingentes.

Un comentario

Somos materia orgánica, cuerpos sometidos a la degeneración que les es propia, pero que se resisten a aceptarse como tales, finitos y contingentes.

El trasfondo cultural en el que vivimos ha denostado lo contingente como algo banal y superfluo en oposición a lo necesario, este último como la manifestación de lo auténtico e incluso absoluto. Es la metafísica en la que nos hemos constituido.

Sin embargo, desde hace años han surgido concepciones opuestas a la metafísica de lo trascendente que han reivindicado la inmanencia, lo real como materialidad, resituando la importancia y el valor de lo contingente como lo único que hay. Es decir, no hay seres necesarios, todos somos prescindibles y resultado de un azar biológico que nos ensalza como lo auténtico, aunque esta autenticidad no resida en algo dado definitivamente, sino en un dinamismo, un fluir de nuestra corporalidad que nos hace únicos y, simultáneamente, universales en cuanto compartimos con todo ser vivo esta condición contingente.

Siendo, pues, seres corpóreos disponemos de la posibilidad de reinventarnos continuamente, ya que no estamos es manos de nada externo, solo de nuestra absoluta inmanencia. Somos lo que vemos, y puede ser mirado, lo que tocamos y puede ser tocado, y esa plasticidad de la corporalidad nos permite ser y dejar de ser, fluctuar y rebuscar la forma de vida que más se ajuste a nuestra condición contingente, como tal única.

Además, la carencia que nos caracteriza por ser contingentes, nunca somos plenamente lo que deseamos, nos impele a completarnos en interacción con los otros, que padecen sus propias carencias, algunas de ellas compartidas y otras propias. Somos pues deseos que fluyen de nuestros cuerpos en interdependencia con los otros. Constatamos así la necesidad de forjar redes sociales que nos sirvan de apoyo mutuo, ya que la contingencia nos hace vulnerables, frágiles; pero también muy capaces de disfrutar de los matices y detalles más nimios de la existencia que se nos escabullirían si no fuese porque la incertidumbre de nuestra contingencia nos dota de una sensibilidad fina para el goce, así como para el dolor.

Como humanos, tremendamente diversos y únicos en lo individual, somos ese ente que, si acepta su condición contingente, se halla en una situación privilegiada para reinventar continuamente su ser en el marco de su materialidad y determinación física. Esa renovación e innovación constante brota de un cerebro que estimulado continuamente y creador de infinidad de posibilidades nos las muestra como dependientes de la intensidad con las que deseemos alguna de ellas y el coraje de actualizarlas, aunque solo sea imaginativamente, mediante el arte, la literatura y cualquier forma de expresión propia que nos permita descargar la punzante intensidad de nuestro desear.

Pensémoslo, al contrario, o sea que fuésemos necesarios, que nuestro estar en el mundo dependiese de algún plan desconocido que nos trasciende; que inclusive nuestra condición no fuese mortal. Ese semidios estaría sujeto a un mandato, a un imperativo que restringiría nuestra posibilidad de ser otro, si quisiéramos cumplir con lo propio de esta rara condición. A menudo nos confundimos, creemos que la necesidad es mejor que la contingencia, cuando esta última es la que nos proporciona la libertad de ser como queramos porque no hay mandato, no hay misión, no estamos obligados a nada. Estamos, por el contrario, arrojados a existir durante un tiempo en el que podemos, con ciertas limitaciones, fluir y devenir lo que deseemos con fuerza y tenacidad. Y ese es un tiempo dorado, para el cual tenemos que desarrollar plenamente nuestra autoconciencia y nuestra sensibilidad, así como una racionalidad que esté al servicio de la vida.

Somos, en conclusión, seres afortunados por ser contingentes y saber que casi nada de lo que hagamos es absolutamente definitivo, y esa libertad y descarga no tiene precio.

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