Mi generación, la de los sesenta junto con los últimos de la década de los cincuenta, vivió el SIDA en primera persona. Fuimos los que desafiamos los puritanismos hipócritas y ejercimos -cada uno a su manera- la liberación sexual rompiendo con costumbres que parecían sagradas. La lucha por la igualdad de la mujer también en la sexualidad, pasando de ser objetos de deseo a mostrar nuestro deseo, desmitificar la virginidad como si fuese un tesoro divino, e iniciar un camino de normalización de las relaciones homosexuales como una práctica sexual más.
Sin embargo, esta revolución sexual se vio empañada en los años ochenta por la identificación de un virus VIH que se convirtió, con un contenido moral, en un castigo divino a la comunidad gay masculina. Aunque a medio plazo lo que provocó fue la aparición del movimiento LGTBI como reivindicación de la libertad sexual, que fue adquiriendo una importancia creciente.
La ignorancia sobre este nuevo virus durante años permitió que muchas personas homosexuales y heterosexuales se contagiaran sin tener conciencia ninguna de la existencia del SIDA. De ahí, que somos una generación que perdió amigos y amigas por el camino de una de las peores formas en las que alguien puede morirse: sintiéndose juzgado, culpable y con el miedo constante de contagiar a quienes los cuidaban, así como un excluido y marginado social. Muchos no dijeron que tenían SIDA, ni posteriormente aparecía en su certificado de defunción que era la causa de la muerte.
En esas circunstancias el sufrimiento fue intenso. El miedo se apodera de todos cuando desconocemos a qué nos enfrentamos, y a la hora de la verdad las personas infectadas se encontraron solas, o con cuidadores que no fueron precisamente familiares a los que los enfermos querían ocultarlo de manera bastante recurrente.
A las generaciones del baby boom nos amenazó durante años el SIDA, hasta que se consiguió averiguar cuáles eran las formas de transmisión y se aclaró que no era una enfermedad de gais. Así como encontrar tratamientos que la convirtieran en una enfermedad crónica. El estigma no ha desaparecido totalmente, pero hay que reconocer que nada tiene que ver con los años en los que empezaron a morir personas que parecían que se lo habían buscado por inmorales.
Siempre está en mi corazón especialmente una persona, Jaume. Murió acompañado de su pareja y de una amiga, sin que él admitiera que nadie más que su pareja supiera que tenía SIDA. La familia que creía que tenía un cáncer, no mostró ningún interés por él, porque debió considerar que ya se encargaba ella; una persona fuerte que asumió el cuidado de otra, maldecida por la sociedad por haber contraído una enfermedad sobre la que recayó toda una serie de supersticiones y creencias religiosas absurdas.
Jaume fue valiente. Afrontó la muerte sin mencionarla, pero con la conciencia de que se avecinaba y de que las dos personas que estuvieron con él al final lo sabían. Las quiso proteger, a su manera. Aunque ellas vivieron el horror de ver, literalmente, cómo se muere una persona. Es fino hilo invisible que no entenderemos nunca por qué nos mantiene agonizando y en un segundo nos deja trasladarnos al otro lado: de vivir a estar muerto. Con esa mueca final, desencajada. Su perra aullando, pareció comunicar el fallecimiento a los perros del barrio que empezaron a aullar al unísono. Lo que las personas no somos capaces de tolerar, los animales lo integran con naturalidad y ritualmente al instante.
Lo más triste, es que hubo muchas personas que murieron absolutamente solas, inclusive en la calle y nadie las lloró. Siempre que recupero videos de Freddy Mercury todo el vello se me pone espinoso, no solo por sus inigualables actuaciones y pasión que ponía en ellas, como si siempre fuese a ser la última -inclusive antes de saber que padecía SIDA-, sino porque fue quizás la primera persona famosa de la que se hizo público el fallecimiento debido al SIDA, un año antes casi de que se inauguraran los juegos olímpicos de Barcelona. Y esa actuación memorable que todos pudimos disfrutar -grabada- junto a Montserrat Caballé, cantando a Barcelona.
En recuerdo de Jaume y de todos los que murieron solos y marginados en aquellos años.
