LA FRAGILIDAD EQUÍVOCA.

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El término fragilidad etimológicamente significa cualidad del que se puede quebrar, en consecuencia, una serie de apelativos como debilidad, delicadeza, endeblez, flojera, flojedad. Así, considerar a alguien frágil debe fundamentarse en una biografía en la que esta persona no ha sido capaz de afrontar adversidades, de más o menos calado, y se ha quebrado. Por el contrario, sería cuestionable que alguien que ha superado situaciones difíciles, dolorosas e incluso de maltrato psicológico o físico, pueda ser calificado de tal manera, aunque haya llegado un punto en su existencia, cuando quizás ha podido “dejarse ir”, en el que las situaciones estresantes y traumáticas le pasen factura. Esta puede ser en forma de sintomatología diversa que curse con algún tipo de trastorno mental.

Sabemos que en este tipo de trastornos hay una predisposición genética y un entorno desfavorable o dañino que desencadena lo que genéticamente solo era una posibilidad. Si, a pesar de todo, la persona ha logrado llevar una vida bastante adaptada a los diversos entornos en los que se ha hallado e incluso, aparentemente, nadie podría identificar ningún tipo de conducta disfuncional, sino que ven ante sí a alguien con personalidad y carácter, responsable y eficaz en su trabajo, entonces tal vez el calificativo de frágil no le hace justicia.

Antes deberíamos destacar su capacidad de resiliencia y tener en cuenta que el sufrimiento sostenido desde los primeros años de la infancia va desgastando y agotando la capacidad de resistencia de quien intenta nadar siempre contracorriente. Tal vez, su envejecimiento mental, y físico, sea mayor y su umbral de soportar más dolor se halle ya saturado.

Quien habiendo pasado por tanto a lo largo de su vida y tras construirse una forma de vivir con mucho esfuerzo, a pesar de las adversidades, no debe sentirse cómoda sabiendo que los otros la consideran floja.

¿Por qué nos erigimos en jueces de lo que el otro puede tolerar o no e intentamos protegerla ocultándole sucesos importantes de su entorno por miedo a que se hunda? Obviamente a nadie le gusta sufrir, pero tampoco vivir in albis de hechos que suceden a su alrededor, y que los otros le ocultan, por temor a que la endeble se rompa.

Esa consideración desajustada muestra que la fortaleza de la que ha hecho gala durante toda su vida no es reconocida por los otros, lo cual sí empieza a fragilizarla. Y lo hace porque, cuando saturada de tragedia, ha sucumbido, en lugar de valorar su entereza durante los años más difíciles de su existencia, se la ha conceptualizado como debilucha, delicada y de cristal.

La fragilidad le compete a quien puede quebrarse, pero obviamente es relevante conocer el porqué se rompe, para considerarla frágil o con una capacidad de recomponerse notable. Lo cual no es óbice para que, en un momento en el que los estresores han rebasado el límite soportable, esa persona no empiece a mostrar signos de haber iniciado un proceso de desestructuración, al que hay que atender.

Sentirse enjuiciado y al margen, no contribuye más que a mellar la autoestima de quien ya la sintió pisoteada, la falta de confianza en su capacidad y, por ende, ningunear el esfuerzo, la disponibilidad y la capacidad que aún demuestra en numerosos contratiempos importantes de su existencia.

Tal vez sea más frágil quien nunca es capaz de notar, reconocer y enfrentarse a sus limitaciones, que como humanos todos tenemos.

En relación con la RESILIENCIA:

«En el marco de la vida psíquica el término fue adoptado por el psiquiatra francés Boris Cyrulnik para reconocer la capacidad que tenemos –en principio todos los seres humanos sin distinción– para superar circunstancias difíciles (traumas o dolores morales, por ejemplo), mediante una reacción resiliente que ayude a superar la adversidad.

Como lo advierte el neurosiquiatra Jorge Barudy, no es una receta para la felicidad, sino una actitud vital positiva que estimula a reparar los daños sufridos mediante acciones constructivas enmarcadas en valores que, en situaciones extremas, son imprescindibles como el amor o la solidaridad.

Hay momentos en la vida de cada persona en que el entorno circundante pareciera colapsar, se impone la desesperanza y se esfuma la autoestima. Sin embargo, el readaptarnos con rapidez a estas otras circunstancias no solo nos permitirá soportarlas sino, sobre todo, superarlas humanamente por encima de la presencia del agente perturbador o del ámbito adverso.

Es de esperar que en un mundo anhelante por el éxito, la indiferencia y baja solidaridad sean el común denominador de muchos proyectos de vida en busca de logros importantes. Pero, igualmente, la otra parte de la humanidad comprende muy bien la necesidad de contar con mejores oportunidades para todos, a pesar de las circunstancias que acontezcan.

Ante la imposibilidad de una autofagia social, debemos reaccionar de manera resiliente para reponernos del infortunio, sin desconocer que nuestra condición humana es limitada y compleja y, por tanto, cohabitan en ella sentimientos y valores tan disímiles como el miedo, la frustración, la rabia, la alegría, la compasión, el respeto, la ira o la solidaridad, entre otros muchos.

Barudy lo sintetiza de esta forma: “Cuando un niño sea expulsado de su hogar como consecuencia de un trastorno familiar, cuando se le coloque en una institución totalitaria, cuando la violencia del Estado se extienda por todo el planeta, cuando los encargados de asistirle lo maltraten, cuando cada sufrimiento proceda de otro sufrimiento, como una catarata, será conveniente actuar sobre todas y cada una de las fases de la catástrofe: habrá un momento político para luchar contra esos crímenes, un momento filosófico para criticar las teorías que preparan esos crímenes, un momento técnico para reparar las heridas y un momento resiliente para retomar el curso de la existencia”.

Germán Ortiz Leiva «Autofagia social o resiliencia» Revista nova et vetera. Volumen 3 Nº 23

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