CONCIENCIA, DECISIÓN Y ACCIÓN: ¿quiénes vamos siendo?

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La conciencia esa facultad psíquica por la que un sujeto se percibe a sí mismo en el mundo. Esta definición no agota la problemática que contiene la supuesta facultad, ni la diversidad de maneras de entender cómo se ejerce, qué implicaciones se derivan, etc. La filosofía ha indagado ampliamente sobre la cuestión llegando a concepciones de ésta diversos con relación a qué es eso que denominamos sujeto, si hay algo que propiamente podamos, en contraposición denominar objeto y cuál es la interacción. Mi propósito no es entrar en estas complejidades, que no son baladís, sino partiendo de la aproximación al concepto dada, hacer una reflexión sobre la mundanalidad de la conciencia.

Así, decimos que un sujeto, o sea un individuo humano singular cualquiera es capaz de percibirse a sí mismo en el mundo. Esta percepción puede ser muy vaga, en el sentido siguiente: la autopercepción exige, previamente una autoconciencia lo más ajustada a uno mismo. Es decir, tener nociones de las propias limitaciones, de las potencialidades, de las emociones, de la manera de proceder racionalmente, en definitiva, de la corporalidad en la que confluye ser sujeto.

Ahora bien, este desarrollo de la autoconciencia se realiza en interacción con ese mundo en el que el sujeto se encuentra sumergido y, por ende, solo pueden ser diferenciados teóricamente para mayor claridad expositiva. Como fenómeno, como lo que se da materialmente, que es lo singular el sujeto adquiere la conciencia dinámicamente en un flujo continuo con su entorno. En este sentido, cada individuo posee una conciencia de sí y de los otros como la resultante de lo que él ya trae biológicamente consigo y de esta interconexión con el mundo, sin la cual el desarrollo de la conciencia no alcanzaría su culminación en cada uno.

Establecido esto, hay tantas conciencias como individuos, que caracterizadas por algunos rasgos comunes se configuran peculiarmente y únicas. Esta unicidad de la conciencia puede ser considerada el factor diferenciador de un individuo y otro.

De aquí, extraemos que ante supuestos entornos parecidos -nunca son idénticos porque están mediatizados por la percepción de cada individuo- los individuos posean una conciencia de sí y de los otros que los lleve a ser, decidir y actuar de múltiples formas.

Establecido esto, nos adentramos en ese margen -sea de la amplitud que sea- en el que cada uno se hace a sí mismo a través de la toma de decisiones y de las acciones consecuentes. Sería como la brizna de libertad material que nos queda como humanos, que a mayor esfuerzo del individuo más ampliamos ese campo abierto ante nosotros.

Este aspecto es el más relevante, teniendo en cuenta que es el que depende de nosotros y sobre el que a partir de la propia conciencia podemos intervenir en nosotros y en el mundo. Así, el clásico conócete a ti mismo es crucial para la toma de decisiones. Saber qué queremos y deseamos hacer, y qué no, es nuestra idiosincrasia. Recordemos que en ella hay un cierto claroscuro que ha dependido de nosotros, seguramente de ese deseo profundo que por la interacción primaria se ha ido forjando. Y, en esto Aristóteles fue un gran maestro, por cómo hemos querido ser. Me explico. En ocasiones nos gustaría ser generosos, pero nos apercibimos de que nos es lo que nos surge desde el interior. Esta discrepancia se debe a que ser X, implica la voluntad o el esfuerzo de hacer X. de tal manera que nuestro carácter se irá modulando como X. Así, ante determinadas circunstancias lo que espontáneamente brotará en nosotros será la generosidad. Después quizás sea conveniente la reflexión de si nuestra respuesta va a ser generosa o ingenua. Emerge de nosotros una tendencia que nos conviene analizar para que ésta no se transforme en su materialidad en lo que no queremos. Pero lo importante que hay que destacar es que nuestro carácter, aquello que vamos siendo, si deseamos que sea uno u otro, hay que ir ejercitándolo para que devenga lo más ajustado posible. En otras palabras, no estamos sometidos a un determinismo que no nos deja margen para decidir y aquello que en este proceso fluctuante vamos siendo depende en parte de nuestro deseo más profundo.

En consecuencia, siendo como somos cada uno, debemos asumir que las decisiones y acciones estarán en dependencia de ese ser, y que somos responsables de esa libertad que ejercemos -siempre, nos guste o no-. Aquí puede suceder que no admitamos ese margen de decisión y acción como propios, ya que nuestra conciencia moral[1] nos inquietaría.

Aterricemos ahora, al máximo en esa arista mundológica de la conciencia de la que hemos hablado. Representémonos el conjunto de los vínculos que hemos establecido con los otros. Intentemos mirarlos desde todos los ángulos de lo que seamos capaces. Y seamos honestos: ¿Cuánto daño he hecho a los otros? ¿con intención? ¿sin conciencia plena de lo que mi acción implicaba? ¿a quién pongo de referente en el momento de tomar decisiones: ¿yo, los otros, la complejidad de los vínculos que contienen todos los matices cromáticos del blanco al negro? Y ¿para qué hacer este ejercicio algo masoquista? Claro y diáfano: para anticiparme a las consecuencias que tienen mis acciones y ser capaz de entender a los otros, trascendiendo mi egocentrismo para asumir y responsabilizarme de que, en muchísimas ocasiones, recogemos lo que hemos sembrado; porque sin plena conciencia nos sorprenderán los acontecimientos y no seremos capaces de atisbar qué ha sucedido. Lo que nos lleva a convertirnos en víctimas del rechazo de los otros.


[1] Aquí aparece una adjetivación de la conciencia -moral- que la sustantivaría y reclamaría un análisis complejo del que se ha ocupado la Ética.

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