Hay cierta tristeza impregnada en cuanto toco, en la cotidiana desmedida de cada suceso. Quizás, emane de la ausencia de esas miradas que se encontraron sin paisaje, sin encuadre; solo ojos y gestos faciales que sin decir nada, decían mucho o acaso provocaban la incertidumbre de si las emociones sentidas eran propias o del otro que se reflejaba. Una interacción anómala y artificiosa que, sin embargo, resultaba ser de lo más auténticamente experimentado.
Tras una ruptura súbita, la única posible en estos casos, queda la añoranza algo melancólica de no saber si he desaparecido del todo, sin ningún atisbo de duda por tu parte. Y esa incertidumbre me refuerza para sostener una distancia que a ti puede resultarte indiferente ¡Qué final más absurdo! Aunque los cánones lo establecen como un principio irrenunciable, como si tras la función o el rol que cada uno asumía no hubiese personas de carne y hueso, singulares y únicas. Esas peculiaridades condicionan el vínculo por ambas partes, y no siempre se dan lazos tan estrechos.
Sin embargo, aplicamos la ortodoxia no sea que al desviarnos nos encontremos dos personas, sin roles, sin condicionamientos que se han cruzado en su existencia y han cruzado miradas y gestos que no pueden ser olvidados, porque siguen latiendo en lo más profundo de quienes somos.
