La lejanía nos niega la posibilidad de anudar las manos cuando la desventura parece una acechanza obsesiva, dejándonos ávidos del don de la ubicuidad y sacudiéndonos despiadadamente con despecho. Nada cabe hacer desde la impotencia de ser determinación corporal y limitada, más que desbordar empatía y compasión por aquel que, necesitándonos, añora nuestra presencia.
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Añoramos aquello que recordamos como idílico, aunque nunca nada se diese así. Y es, tal vez, una trampa mental urgida con destreza inconsciente, para sostener una esperanza que, siendo falsa, funcione como aliciente vital. Así se despliega el entramado de una mente que siente la exigencia de permanecer, en un mundo caduco.
Si dos se mueren de añoranza mutua ¿no es un desatino restar pasivos ante ese desvanecerse en el vacío? Sería quizás un severo castigo la nostalgia a solas y el olvido, pero fenecer ambos del mismo mal por no lidiar con remedio alguno, es un acto de suicidio compartido.
El regreso al hogar es un intento vano, por imposible, que ratifica lo pretérito como tal, y muestra el instante presente como la resultante del cobijo añorado.
Atenazar cada gesto, cada mirada, cada intento en nuestro momento final, se me antojó lo más trascendental que nunca habría forjado. Pero se diluía tu manifiesta expresividad y no me era posible poseer nada. Tan solo me quedaban señales luminosas en el interior, sin forma ni contorno, eran sensaciones que no sabía cómo preservar de
¿Si en nuestra naturaleza yace el haber, por azar, sido engendrados para necesariamente morir, cómo metabolizar la castrante contingencia? No cabe exigir a lo posible sentirse necesario, ni es lícito vivir, en consecuencia, como si fuésemos, antes de ser, añorados.