Querida finitud.

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Decía Jorge Manrique que la muerte es lo único que nos iguala a todos. Con esto aludía a la inutilidad de poseer más riquezas o ser más pobres ante un acontecimiento en el que de nada sirve lo que poseemos materialmente. Aunque, hoy en día, esto es discutible al menos en el siguiente sentido: no muere de igual forma un indigente que un adinerado que, a parte de recibir tratamientos paliativos, goza de comodidades propias de su poder adquisitivo. Lo que sí parece cierto, de las palabras de Manrique, es que la muerte es el acontecimiento a partir del cual las posesiones dejan de tener valor. Todos pasamos a no ser existentes biológicos, ni a convertirnos en pasto d ellos gusanos, o a ser cenizas guardadas en una urna que quién sabe dónde acabarán.

Así, la finitud es un consuelo para los que malviven, por aquello de que “no hay mal que cien años dure”. La vida finaliza, llega a su término, antes o después, y las vicisitudes para sobrevivir que muchos atraviesan llega un día en que se esfuman, se volatilizan. En ocasiones, el dolor es tan intenso que muchos desean que ese fin llegue cuanto antes, y algunos lo anticipan.

Sea como fuere, morir es el acontecimiento en el que culmina la vida, para unos un temor difícil de gestionar, para otros una vía de salvación. El cómo sintamos ese inexorable acontecer depende de la vida que llevemos sobre esto algo ya he apuntado-. No obstante, parece que por bien que vivamos, la proximidad -condicionada por la edad- del morir causa sensación de sin sentido, de absurdo, un vacío en el que la soledad no tiene escapatoria. El acto de morir es único, propio y no es susceptible de ser compartido, por mucho que sintamos una mano que se aferra a la nuestra, es un tránsito al que nos enfrentamos solos. ¿Cómo comunicar qué estamos sintiendo al morir? Por un lado, es supongo casi universal que cuando se produce, no estemos en condiciones de articular ninguna palabra; pero aún más, aunque pudiésemos hablar, no disponemos de lenguaje alguno que pueda referirse a lo que no hemos experimentado más que en el mismo instante de morir, y con la muerte nos llevamos el misterio de cómo es eso de morir.

La muerte constituye para muchos el peor de los momentos que nos depara la vida, se acongojan, y restan paralizados ante un devenir que optan por obviar. Otros, lo van integrando como un momento más, aunque sea el último, y sienten que, es precisamente porque hay un final, que vivir adquiere un sentido; algo así como un relato, un cuento que se inicia con el nacimiento y que vamos construyendo hasta que nos vamos. El trayecto es lo más importante. Teniendo en cuenta que no elegimos nacer, y sea como sea, tampoco morir, lo que se abre ante nosotros es un libro en blanco que escribiremos, queramos o no, y tal vez lo gratificante es que la escritura sea auténtica, a mano, trazos decididos u ondulantes, pero nuestros.

Al final, llegado ese momento en el que algunos nos lloran desde las entrañas, o no, lo que queda es quiénes fuimos, qué hicimos, qué destilábamos, qué aroma les llegaba a los otros. Al igual que hay libros que, aunque antiquísimos, los consideramos inmortales, hay vidas que restan en la presencia de los que nos han conocido, desvaneciéndose y pasando al olvido conforme los otros también fenecen. ¿Qué seremos finalmente? Nada, que es lo mismo que éramos antes de nacer, como si la vida fuese un amago ilusorio que rompe con su naturaleza y vuelve, al cabo del tiempo, a ser ella misma, que es no ser, o ser nada.

Este es el destino de todos. Aunque haya humanos que se les recuerda siglos después por algún acontecimiento determinado, no se les recuerda a ellos auténticamente, sino un legado que posiblemente el tiempo también vaya difuminando. Y si no ¿queda algo de lo que realmente fueron esas personas? No creo.

Asumir la temporalidad y, simultáneamente, la incertidumbre de cuándo moriremos nos permite vivir como si no fuésemos a morir, al menos no aletargados por el miedo. Es curioso que, precisamente quienes sabían que tenían la muerte próxima, han desarrollado una alegría por la vida que les queda que somos incapaces de experimentar los que desconocemos ese tramo de tiempo que nos resta. El aprendizaje de que hoy puede ser el último día del resto de nuestra vida, no nos obliga a nada, solo a saborear el gusto de vivir y de procurar sentir intensamente lo bueno que hay en ella. Si lográramos que nuestro día a día fuese así, llegado el final, estaríamos tan repletos y llenos que podríamos irnos con la sonrisa de quien se sintió profundamente afortunado.

Plural: 8 comentarios en “Querida finitud.”

  1. Ya lo dijo el maese Epicuro: «Cuando la muerte es, nosotros ya no somos»…así que no worry, estos filósofos agoreros del desastre….Sorry mi otro Yo saliendo de hibernación aprovecho el lance….saludos desde acá que no es allá…besos al vacío desde el vacío

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  2. Excelente frase: «Asumir la temporalidad y, simultáneamente, la incertidumbre de cuándo moriremos nos permite vivir como si no fuésemos a morir, al menos no aletargados por el miedo».

    Inclusive en nuestras labores cotidianas «asumir la temporalidad y la incertidumbre».

    «Yo no tengo miedo, que no es lo mismo que, el miedo me tenga a mi, porque cuando lo tengo:

    . Nivel de atención es mejor; Nivel de alerta es superior; Nivel de eficiencia es productivo.

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