La fortaleza es directamente proporcional a la intensidad de la fragilidad de la que uno se ha hecho cargo. Implica se capaz de sentir, una y otra vez, esa vulnerabilidad sin la que no seríamos humanos, sin miedo, sin temblor, simplemente sintiéndola y acogiéndola como algo propio. Diría, incluso, que aquel que no se ha sentido terriblemente frágil, hasta el punto de creer que acabaría desintegrado, no posee las condiciones para revivir sintiéndose fuerte, porque la fortaleza es hermana de la fragilidad, y en ese vínculo se es fuerte y débil, y solo quien se entrega a su debilidad, sin sucumbir, posee la fortaleza de hacerlo.
La sociedad occidental ha pasado de denostar la fragilidad a elevarla al punto neurálgico de lo más íntimamente humano, pero con la torpeza de convertirla en patológica y de sustituir el coraje, el esfuerzo y el sufrimiento de soportarla, para constituirse como alguien fuerte, por calmantes, medicamentos, pastillas de la felicidad que nos auguran un estado sin dolor ni fisuras. En este sentido, la sociedad acaba siendo “una enferma” de la comodidad, el deseo del buen vivir mal entendido.
Pensemos en cómo se hace fuerte quien es capaz de practicar un deporte de alto nivel, sea el que sea. Sin duda, a base de esfuerzo, trabajo, sudor, desánimo, y ese desafío que tiene ante sí es lo que hace surgir la fortaleza, la maduración y desarrollo de su musculatura. Esta analogía es clara ante cómo nos fortalecemos en la vida. Nunca siendo individuos con corazas que no le permiten sentir, ni sufrir, sino al contrario: habiendo atravesado el desierto de la soledad en la que careciendo de hálito se ha sobrepuesto y este acto lo ha fortalecido. Pudiendo ahora sentirse frágil sin el temor de hundirse, porque ha experimentado la fortaleza que subyace a cada llanto, cada clamor y cada grito de dolor.
