El olvido es el hueco que resta cuando lo que fue es negado, e iniciamos el proceso de culminación de nuestra finitud. La memoria minimiza cuantitativamente lo vivido, desaparecen acontecimientos y solo nos queda el rastro emocional difuso, por cuanto no sabemos de qué proviene.
Empezamos a morir cuando olvidamos; la existencia se reduce a una sensación escasa de hechos, aunque a una abundancia de emociones. Y, gracias al olvido, nos orientamos por esos sentimientos arraigados que nos generan la certeza de qué deseamos seguir viviendo y qué no.
Nuestro existir deviene un reducto en plenitud, ya que, aunque carentes de algunos, o munchos, recuerdos, sentimos haber vivido. Si alguien nos requiere una explicación de algún acontecimiento, podemos distorsionarla; es decir, inclusive el recuerdo ha sido esculpido de lo que tuvo de bueno, si era bueno; e intensificado lo malo, si era malo. El recuerdo es vívido, porque contiene nuestra experiencia emocional; el olvido es oscuridad, si tenemos conciencia de que algo había; y vacío cuando ni tan siquiera somos conscientes de haber olvidado un algo.
Así, olvidamos en ese tránsito lento y pausado -la existencia- hacia la muerte, y solo quien ha olvidado ha vivido suficientemente como para hacer gala de ser prácticamente lo que resta tras el olvido.
