En cierto sentido un agravio exige para ser resarcido la oportunidad de expresar ante el responsable de tal agresión el malestar, el daño, y el mal sufrido. Quizás por la necesidad de visualizar cómo el rostro ajeno va empatizando y sosteniendo el dolor propinado, hasta sentir la necesidad, por la culpa punzante, de implorar el perdón. Porque solo se puede conceder el perdón a quien realmente lo requiere, sino rebota continuamente como un bumerang hacia el rostro del agraviado y no por no saber perdonar, en ocasiones porque nadie espera ni desea el perdón dado.