Todos podemos destilar arrogancia en un momento determinado, quizás a consecuencia de un absceso de narcisismo que se desborda al verse amenazado nuestro ego. Es humano y quizás una fallo súbito del sistema defensivo.
Simultáneamente, podemos tomar contacto con lecturas que nos parezcan obvias, nada sugerentes y carentes de originalidad.
Pero, y aquí se entenderá qué tiene que ver una cuestión con la otra, deberíamos por respeto al otro, que no soy yo y que también ocupa un lugar propio en este mundo, poseer un cierto autocontrol de nuestra impulsividad y, si fuese el caso, realizar críticas a lo ajeno con cierto decoro y sensibilidad.
En ocasiones, algo que en sí mismo no tiene que ver con nosotros, lo percibimos como un ataque, bien por sentirnos identificados, por misoginia, o por una diversidad de razones. Eso, en ningún caso, legitima un desprecio con ciertas dosis de agresividad, hacia lo que otros han hecho, menos si se lleva a cabo en público y con un lenguaje poco adecuado.
Ejemplo de lo que aquí se relata sería que ante un artículo, nuestro comentario fuese:
Muy malo, muy anacrónico y decadente.
Argumento de los frustrados.
Solo se entiende si va dirigido a Políticos y secuaces.
No todo cuanto leemos nos parece que reúne la calidad que esperábamos, pero si, no somos críticos profesionales y en consecuencia, podemos zafarnos de la obligación de expresar, además sin filtros, nuestro parecer de una manera tan contundente, ser más refinados y hasta guardar silencio y prescindir de lo que no nos parece de ningún provecho.
Sea, tal vez, de mal gusto despreciar de manera absoluta algo que no solo va dirigido a mi persona, sino a una diversidad de público para los cuales hay asuntos que no son tan obvios, u olvidamos a menudo.
Siempre restaría la posibilidad de analizar la crítica, pero ejercida con esa prepotencia, sería tiempo perdido.