La nebulosa onírica, que como fulgores oculares atisbamos como una reminiscencia resistente, advierte de angustias y desesperos que moldean nuestro sentir, a menudo indiscernible. El vano afán de retener y delinear esos breves y escuetos destellos nos abruma, porque donde hay voluntad de nitidez y veracidad, junto con la impotencia de ese vago recuerdo, se evapora la posibilidad de analizar esos relatos simbólicos. Con ellos huyen de nuestra conciencia contenidos relevantes para la autocomprensión y con ella la claridad del lugar en que nos hallamos en la interacción con los otros. Sin esta ubicación mental, no atinamos a diseccionar del hecho, mi subjetividad, y la posible ajena. Por ello, nos sumergimos, a menudo en tensas dialécticas fútiles, desfiguradas por la falta de conciencia de quiénes somos y qué sentimos hoy; percepción que nos permitiría aproximarnos a la ajena distorsión de lo que sucede.
De este lidiar con uno mismo surgen manifestaciones artísticas –con sus propias y peculiares formas- que presuntamente son interpretadas por críticos y expertos que carecen de la humildad de reconocerse ignorantes de lo que allí, en la obra de arte, está aconteciendo.