La sinfonía que uno decide escuchar a lo largo de su periplo vital está compuesta también de acordes propios y genuinos que dan a esa música un tono particular: la tendencia a ritmos bruscos e inoportunos cuya estética es minimalista, o la inercia a una armonía pausada y estructurada que proporcione goce. La mediocridad de esa pieza musical solo puede ser enjuiciada por el único capaz de oírla y sentirla: su casi autor; así como su excepcionalidad que no residirá, por la idiosincrasia de la sinfonía de la que hablamos, en rasgos técnicos sino en el empaque, la sustancialidad y las ganas de vivir que produzcan en su pseudo-autor y su único auditor, es decir, uno mismo.