Reproduzco un fragmento de William Keith Chambers Guthrie (1 de agosto de 1906 – 17 de mayo de 1981) que fue un filólogo clásico escocés, conocido sobre todo por su Historia de la filosofía griega (History of Greek Philosophy), publicada en seis volúmenes entre 1962 y 1981. Como filósofo, Guthrie, siguiendo la tradición de Confort, creía que los filósofos antiguos se han de leer e interpretar en su propio trasfondo histórico, y no engranándolos en el contexto de todo el canon de la filosofía tanto antigua como moderna, como fue práctica entre ulteriores generaciones de filósofos clásicos.
No obstante, la hermenéutica a partir de Heidegger se va desarrollando como el intento de comprensión de los textos desde la lógica interna que subyace a ellos, entendiendo que el estudio filológico es un auxiliar al servicio de la comprensión, que debe prescindir del contexto en sí ya que este atraviesa ineludiblemente el contenido de los textos. De esta forma un texto es consistente si puede ser comprendido a partir de lo que explícita o implícitamente manifiesta, sino diríamos que la lógica interna está quebrada. Autores que han investigado en esta línea serían Gadamer, Martínez Marzoa, por ejemplo.
Quizás, los estudios de Confort y una hermenéutica más moderada puedan ser complementarias para una mayor comprensión de los textos de filosofía clásicos imprescindibles.
Fragmento de Los filósofos griegos, Willim K.C.Guthrie. Fondo de Cultura Económica
La palabra que traducimos por “justicia” es dike, de la cual procede el adjetivo dikaios, “justo”, y de éste a su vez procede una forma más larga del nombre, dikaiosyne, “estado de lo que es justo”. Esta última palabra es una de las que emplea Platón en la famosa discusión acerca de la naturaleza de la “justicia” en la República.
Ahora bien: el significado primitivo de dike puede haber sido literalmente camino o senda. Sea o no este su origen etimológico, lo cierto es que su significado más antiguo en la literatura griega no es otro que el camino que habitualmente sigue la conducta de cierta clase de gente, o el curso normal de la naturaleza. La palabra no implica que sea ese el camino recto ni sugiere la menor idea de obligación. En la Odisea, cuando Penélope recuerda a los criados qué buen amo era Odisea, dice que nunca hizo ni dijo nada cruel ni altanero, y que no tenía favoritos, “como es la dike de los señores”, es decir, como es el camino que suele seguir la conducta de estos, o su manera habitual de comportarse. Cuando Eumeo el porquerizo agasaja a su amo sin reconocerlo, pide disculpa por la sencillez de las viandas que le ofrece, diciendo: “Poco es lo que ofrezco, pero lo ofrezco con la mejor voluntad, porque tal es la dike de los siervos como yo, que viven siempre con temor.” Quiere decir que aquello es lo normal, lo que debe esperarse. Al describir una enfermedad, el escritor médico Hipócrates dice: “La muerte no sigue a estos síntomas en el curso de la dike”, lo cual significa simplemente que “no es lo normal” que la muerte siga a tales síntomas.
De este sentido sin contenido moral ninguno, y que significa sólo lo que debe esperarse en el curso normal de los acontecimientos, la palabra dike se deslizó fácilmente a significar algo de lo que va implícito en nuestras palabras cuando hablamos de “lo que se espera de un hombre”, o sea, que procederá con decencia, que pagará sus deudas, y así en todo lo demás. Esta transición se produjo tempranamente, y en la poesía de Esquilo, un siglo antes de Platón, Dike aparece ya personificada como el espíritu augusto de la rectitud, sentada en un trono al lado de Zeus. Pero es imposible que el primitivo sentido de la palabra hubiese dejado de colorear la mente de los hombres que la usaban, y que, siendo niños, habían aprendido a leer en Homero. En realidad, persistía una especie de resto petrificado en el uso del acusativo, diken, como preposición entre el sentido de “como” o “a la manera de”.
Como conclusión de los intentos para definir la “justicia” en la Republica, después de haber sido rechazadas varias definiciones que corresponden más o menos a lo que nosotros expresamos con esa palabra, al fin se aceptó la siguiente: justicia, dikaiosyne, el estado del hombre que sigue la dike, no significa otra cosa que ocuparse de sus propios asuntos, haciendo cada uno lo que debe hacer y según el modo como debe hacerlo, sin mezclarse en las maneras de proceder de otras personas ni tratar de hacer por ellas las tareas que les corresponden. ¿Nos parece quizás que después de tan larga discusión esto es algo parecido al parto de los montes, que tras formidable estruendo dieron a luz un ratón? Si es así puede resultarnos más interesante si pensamos que lo que hizo Platón fue en su tiempo y, con un sentido histórico posiblemente inconsciente, volver a su significado primitivo. Este significado tenía sus raíces en la distinción de clases de la antigua aristocracia homérica, donde la recta actuación se resumía en que el hombre supiese cuál era su lugar y se atuviese a él estrictamente, y para Platón, que quería fundar una nueva aristocracia, la distinción de clases –basada en la división de funciones claramente definida, y determinada por consideraciones psicológicas no estrictamente por el linaje- era el principal sostén del Estado.
Nuestro segundo ejemplo es la palabra areté, que generalmente se traduce por “virtud”. Se usa en plural tanto como en singular, y lo primero que tenemos que aprender acerca de ella es que, como dice Aristóteles, es un término relativo, que no se emplea nunca en sentido absoluto, como empleamos la palabra inglesa “virtud”. Areté significa que algo es bueno para algo, y era natural que un griego, al oír esta palabra, preguntase: “¿La areté de qué o de quién?” Generalmente va seguida de un genitivo subordinado o de un adjetivo limitado. (No pido disculpa por usar estos términos gramaticales, pues la idea que deseo hacer familiar es que la gramática y el pensamiento, el lenguaje y la filosofía, se entretejen inextricablemente, y que, mientras resulta demasiado fácil descartar algo como “asunto meramente lingüístico”, en realidad no puede existir nada que equivalga al divorcio entre la expresión de un pensamiento y su contenido.) Areté, pues, es una palabra incompleta por sí misma. Hay la areté de los atletas, de los jinetes, de los generales, de los zapateros, de los esclavos. Hay una areté política, una areté doméstica, una areté militar. En realidad, significa “eficacia”. En el siglo V a.C., apareció una especie de maestros ambulantes, los sofistas, que pretendían enseñar areté, particularmente la del político y la del orador público. No significaba esto que su enseñanza fuese primordialmente ética, aunque, ciertamente, el más moderado de ellos incluía moralidad en su concepción de la virtud política. Lo que quería acentuar era su carácter práctico e inmediatamente útil.
Naturalmente podía emplearse sola cuando no había duda acerca de su significado. En este caso, se sobreentendía que hacía referencia al género de excelencias más apreciada por una comunidad en particular. Así, entre los caudillos homéricos significaba valor. Al usarla Sócrates, Platón y Aristóteles introdujeron en su sentido un elemento nuevo. La calificaban con el adjetivo anthropine, “humana”, y esto le daba un sentido general –la excelencia de un hombre como tal, la eficacia para la vida-, y sorprendió a las gentes al sugerirles que no sabían de qué se trataba, pero que se trataba de algo que debía ser buscado. La busca se proponía –adviértase el legado de areté como palabra en sentido práctico- descubrir la función –ergon, trabajo o tarea- del hombre. Así como el soldado, el político y el zapatero tienen cada uno su función, así –argumentaban- debe haber una función general que todos tenemos que ejercer en virtud de nuestra común humanidad. Averiguad cuál es esa función, y sabréis en qué consiste la excelencia o areté humana. Esta generalización, que por sí sola acerca el significado de esa palabra al de “virtud”, fue hasta cierto punto una innovación de los filósofos, pero ni aún en ellos desapareció por completo la influencia de su sentido esencialmente práctico.
Areté, pues significó en primer lugar habilidad o eficacia en una tarea determinada; y es fácil convenir en que esa eficacia depende de la correcta comprensión o conocimiento de la tarea de que se trate. Por lo tanto, no es sorprendente que, cuando los filósofos generalizaron la noción hasta incluir en ella la correcta ejecución de la función que corresponde a un ser humano como tal, persistiese su relación con el conocimiento. Todos hemos oído hablar de la “paradoja de Sócrates”, cuando decía que la virtud es conocimiento. Quizás esta afirmación empieza a parecernos un poco menos paradójica cuando sabemos que lo que significaba naturalmente para un contemporáneo de Sócrates era algo como esto: “No serás eficaz si no tomas el trabajo de aprender tu tarea”.