Ayer, jueves uno de diciembre, se conmemoraba el día internacional de la lucha contra el SIDA. No puede escribir, y no querría dejar de hacer una reflexión al respecto, en memoria de todas las personas que han fallecido en el mundo por este virus traicionero. Y lo denomino así porque hubo, en Occidente, una generación, que sin saber ni de su existencia, cayó en las garras de es bicho mortal, en un momento en que la liberalización de las relaciones sexuales era, incluso diría, un símbolo de revolución contra la cultura represiva en la que se les había querido educar. Además, el proceso de identificación del virus y de la forma de transmisión estuvo cargada de un componente moral que demonizó a las personas homosexuales, especialmente a los varones; para acabar descubriendo que el diablo no tenía nada que ver, sino que era una enfermedad de transmisión sexual también hetero y que la naturaleza está ausente de castigos divinos. Esa pandemia se llevó por delante algunas personas, una muy especial, de mi generación. Ahora en Occidente ha pasado a ser una enfermedad seria, pero crónica, y puede llevarse una vida normal, con las medicaciones y precauciones que cualquier enfermedad crónica implica.
Sin embargo, aunque no fue una pandemia, esta generación ya había sido testigo de otra neumonía atípica de la cual no se quiso dar cuenta verídica hasta pasado un tiempo: la intoxicación por el aceite de colza. La menciono porque pasaron meses, o es lo que recuerdo, hasta que supimos que no podía uno infectarse, así como así, y que estaba vinculada al consumo a granel de un aceite. Para hacer justicia esta versión oficial está puesta en entredicho y hay otras explicaciones plausibles que las autoridades han ignorado.
Y tras la pandemia del Sida y la intoxicación por el aceite -supuestamente- y las muertes y desgracias acarreadas, hemos vivido el summum con la pandemia del covid-19.
Esta última, ha sido una auténtica pandemia, muy virulenta el primer año y algo y menos ahora, en general. La diferencia es que no estigmatizaba a ningún grupo social: ni por sus tendencias sexuales, ni por su pobreza que le llevaba a comprar aceite a granel. Ha arrasado con todos, ha sumido al mundo en una crisis económica, de modelo de vida, de cuestionarse qué es lo importante, de dar el impulso definitivo a la virtualización de la vida social y laboral. Obviamente, los más afectados los que no tenían condiciones económicas ni de vivienda para afrontar un parón de la actividad económica de este calibre.
Si el SIDA fue una transmisión del mono al hombre -o eso dicen oficialmente, mi escepticismo ha llegado a cotas impensables- el covid19 fue un contagio producido por el consumo de un tipo de lagarto. En esta ocasión existen documentos que hacen temblar los cimientos de la versión oficial, que apuntan a un experimento consistente en causar una pandemia que desconocemos si se les fue de las manos o les salió tal y como preveían. ¿Quiénes? Los que de facto tienen el poder económico y toman las decisiones. ¿Teoría conspiranoica? Seguramente, si la especie sobrevive para entonces, llegará un momento en el que se sabrá la verdad. Los beneficiados económicamente las multinacionales farmacéuticas -que siguen haciendo negocio con las pruebas de antígenos, reconocido por farmacéuticos y médicos que consideran que deberíamos dejar de usarlos. Hablo en genérico porque la democracia no me permite dar nombres sin poner en peligro la profesión y el futuro de esas personas-, y junto a estas la industria de las tecnologías y de aquellos negocios instalados en el uso de estas.
Dos pandemias muy diferentes, pero de las que más allá de su carácter de enfermedad y las consideraciones e investigaciones científicas, siempre se hace un uso deliberado por lobbies que intentan y consiguen dar rumbo al devenir.
Y para rematarnos, la pandemia más antigua y nunca erradicada: la guerra. Un enfrentamiento complejo, con historia, con dedos que mueven los hilos discretamente en pro de sus intereses, y por lo cual no puede enjuiciarse al responsable, porque no hay un único responsable, sino un conjunto de desaprensivos de todas partes que envían a los jóvenes a matarse, en lugar de que, los que auténticamente discrepan, busquen acuerdos que salven vidas humanas que es lo prioritario, siempre. Amenaza de guerra nuclear constante, crisis energética que vuelve a aparcar las medidas contra el cambio climático a corto plazo -aunque no sé si nos quedan muchos-, atrocidades y salvajadas entre personas que nada tienen unas en contra de las otras, más que lo que sus líderes les cuentan. Una gran catástrofe humanitaria como, o parecidas, a las que se dan en países pobres donde las guerras por la supervivencia de unas etnias contra otras dejan un panorama desolador. En el fondo, son las mismas guerras a otra escala porque no disponen del armamento de los países más ricos. Los cuales, por cierto, interfieren en esas guerras para aprovechar las circunstancias y dejar en deuda al vencedor para quedarse con su riqueza natural.
Como vemos, una pandemia no es nunca única y principalmente un problema sanitario, sino que detrás de ella como motor o ideólogo siempre hay quienes se ocupan de lo que debería ser accesorio o inexistente en cualquier pandemia: todo aquello que no tenga que ver estrictamente con cuestiones sanitarias.
En Catalunya ha servido, por ejemplo, la pandemia por el covid19 para desmantelar la sanidad pública y dejarla en un estado deplorable: los sanitarios, médicos y enfermeras, están sometidos a una presión inhumana condicionando su puesto y su sueldo a las pruebas diagnósticas que les dejan hacer o no, a los medicamentos que recetan o no, …una auténtica vergüenza que está provocando que los sanitarios se vayan al extranjero, y que nos hallemos ante una falta inconcebible de profesionales.
Podría continuar muchas páginas, porque una cuestión nos lleva a otra. No obstante, mi escrito tenía inicialmente la voluntad de recordar a las víctimas de SIDA, y deseo hacerlo extensivo a las del aceite de colza, a las del Covid19 y a las víctimas de todas las guerras, porque seguramente hurgando hallaríamos patrones comunes que subrepticiamente encadenan las tragedias, porque los muy poderosos sacan una gran tajada.