Parafraseando a Simone Weill[1], filósofa destaca del S.XX, un Dios ausente es el único Dios auténticamente presente, pues la ausencia aparente de Dios es su realidad. Dicho esto, puede deducirse que la figura de Dios de la que habla Weill se aleja de esa función consoladora y hecha a medida de la necesidad humana por encontrar un sentido a la vida. Así pues, Dios no es un superhombre o un enaltecimiento de lo humano en un ser ficticio todopoderoso.
Sin embargo, la ausencia es una carencia que puede ser punzante y dolorosa por cuanto hecha consciente, dicha y nombrada delata un hueco, un vacío nuclear. Estableciendo así un paralelismo con los vínculos humanos -con Dios no hay vínculo porque un ser absoluto no es susceptible de este tipo de atribuciones- podríamos afirmar que una ausencia remite siempre al hueco horadado que deja alguien en nosotros cuando se desvincula. Cierto que, para tener conciencia de esa ausencia, antes ha habido presencia de algo en nosotros de forma relevante.
Hay vínculos que van deteriorándose con el tiempo y, en consecuencia, la separación, aunque dolorosa, deja de ser esa huella indeleble en nosotros; es como si se desvanecieran con cierta naturalidad.
La ausencia que se clava en nuestro interior, generando una herida que tiende a necrosarse, es aquella no deseada, no querida y que experimentamos como si nos hubiesen extirpado, sin anestesia, nuestro engranaje nuclear. Es vivida como una agresión, como un desprendernos de algo que nos pertenecía y nos han privado de ello de un tajo.
Volviendo al inicio del escrito, es difícil entender cómo puede notarse la ausencia de Dios que, por su naturaleza, nunca ha estado presente. Entre otras razones porque si su presencia solo es aparente nos podemos cuestionar si es auténticamente real. Constatando que no ha estado presente de manera en que los humanos la hayamos percibido, notado o constatado, podríamos aseverar que no hay Dios presente, ni lo ha habido. Por lo tanto, lo que no ha estado presente, no puede ser ausencia. Aquí, Weill recurre a la encarnación de Cristo como muestra de la renuncia que Dios hace de sí mismo para hacerse presente a los hombres y padecer con ellos. Eso sí, para volver a ausentarse por los siglos de los siglos.
Difícil reto el de creer en ese acto de banalidad divino que sustente la fe. Mas para eludir la apreciación de que el cristiano es ateo, ya que su Dios no es el del teísmo[2], podríamos decir alto y claro que los que se declaran ateos niegan la existencia o el ser de ningún Dios, sea cual sea la naturaleza que se le atribuya. Porque oponernos a ese supuesto Dios parece evidenciar que responde a una necesidad humana que no puede aceptar que los acontecimientos en el mundo sean indiferentes, que no haya un tribunal superior que al final de los tiempos imparta justicia.
Y es que, como afirma Nietzsche, somos demasiado humanos; indefensos, ingenuos, débiles, esclavos; como niños con dificultades para aceptar que los dolores del mundo son en balde, más allá del mismo mundo, banales, absurdos, y sin ningún sentido ulterior.
[1] Para más información: https://www.ub.edu/seminarifilosofiagenere/es/filosofa/simone-weil/
[2] Teísmo: Doctrina que afirma la existencia de un Dios creador del universo y que interviene en su evolución con independencia de toda religión.

«DemasiadoS humanos» sin duda. Gran artículo. Un abrazo!
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