La incertidumbre ¿es el problema?

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La afirmación de que nuestros tiempos están sacudidos por una gran incertidumbre constituye, casi, parte de la sabiduría popular, ya que todos padecemos ese desasosiego. Quizás, lo que subyace a esta constatación es la sospecha de que nada benéfico nos espera, si el retorno a una cierta estabilidad depende de nosotros mismo, los humanos.

Un mundo dinámico y cambiante, como es todo ente materializado, siempre contiene un cierto grado de vacilación, y sería absurdo pretender atrapar el mundo mediante palabras que nos proporcionaran una falsa tranquilidad. Esto ya lo hizo la cultura Occidental -Nietzsche supo mostrarlo con audacia- y, como es de esperar, los castillos en el aire acaban derrumbados.

Así que lo relevante no es lo que puede acontecer sin que podamos preverlo, sino lo que sucede como consecuencia de nuestra acción desnortada que usa a la Naturaleza y a los humanos mismos como medios para un fin ulterior. Somos instrumentalizados por una minoría con el propósito de obtener bienes crematísticos, que los consideran como supremos, posiblemente por el poder al que están asociados.

Visto así, no es la incertidumbre lo problemático, sino lo que, en estos momentos, en los que andamos todos despistados, puedan hacer algunos condicionando el provenir de todos. Es decir, lo que nos agita y nos inquieta, seamos conscientes o no, es el egocentrismo, egoísmo y falta de conciencia moral de los que pueden orientar determinados sucesos en un sentido u otro.

La cuestión de la conciencia moral, ese pepito grillo interior que nos pellizca cuando lo que hacemos comporta un mal para otros, aunque nos beneficie a nosotros, es la clave en el fondo. Cierto es que, si nos adentramos en qué es moral o no la discrepancia puede ser inmensa. Sin embargo, existen acciones que analizadas atendiendo a la voluntad con las que se realizan y los fines que se persiguen podrían hallar un consenso con relación a su ausencia absoluta de respeto a los otros, a sus vidas, a sus derechos más básicos. Aquí no habría tanta disparidad, ya que cualquier criterio moral lo es en cuanto no solo busca el bien propio, sino que vela por el de los otros, sin el cual, en última instancia el supuesto bien propio es una falacia.

Hay muchos humanos que viven autoengañándose y creyéndose que pueden estar en paz consigo mismos mientras ejercen de destructor de los otros. Tal vez, en lo inmediato su percepción es esa, pero cuando, llegado el declive de su propia vida, mire por el retrovisor de su existencia le salpicará la sangre, la angustia, el dolor y el clamor de los que ha ido aplastando por el camino. No hace falta juicio final divino, ya que cada uno en sus días de retirada degustará el aroma que su vida deja, y ese será su momento de agonía.

En consecuencia, siendo la incertidumbre una condición natural del devenir mundano, la desazón que nos provoca debemos situarla en aquellas acciones que hacen unos humanos contra otros, no en el hecho de que el acontecer no pueda ser previsto. Si forjáramos comunidades y redes de apoyo nuestra capacidad de afrontar lo imprevisto sería mayor. Lo que resulta más complejo es contrarrestar las decisiones y acciones de esa minoría elitista que dirige de manera ostensible o subrepticiamente el mundo y cuyo deseo es solo lo que, equívocamente, consideran su propio bien -al identificar bien=dinero=poder).

Como advierte Joan Carles Mèlich:

«Nadie puede existir sin el mundo. Pero a esa idea hay que añadir otra, a saber, que a una condición vulnerable y deseante le corresponde un mundo en el que irrumpen preguntas que no son simples enigmas, que resultan autétncticos misterior existenciales. Ese es el mundo que habitan los humanos, el único que de facto pueden habitar, un mundo que se caracteriza por su extrema fragilidad.»

Joan-Carles Mèlich. La fragilidad del mundo. Ed. Tusquets 2021. pg.67

Y esta fragilidad humana es propia de cualquier individuo, ocupe el lugar que sea en el entramado económico-social. Así que, aunque algunos se empecinen en hacernos creer que los frágiles son unos humanos determinados, sabemos que la única manera de habitar el mundo es asumiendo la propia fragilidad y, por ende, la dependencia recíproca que nos caracteriza.

Se trata, pues, de quebrar la lógica imperante que sitúa los envites de la existencia en la incertidumbre y tomar conciencia de la condición de todo ser humano, sobre la cual actúan unos pocos para inocularnos la creencia de que somos seres que viven a la intemperie y que poco podemos hacer los humanos de a pie para transformar nada, en cuanto nada depende de esos frágiles humanitos. Mientras ellos aparecen como indestructibles y por encima del bien y del mal.

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