La incertidumbre es una neblina fina infiltrada por los poros de lo que consideramos real, por haberlo asimilado al suceder, que dificulta la visión nítida de lo que hay y, por ende, de lo que cabe esperar que haya. Esta distorsión perceptiva, producida por el recelo que nos produce esa opacidad sutil, desencadena inseguridad, desasosiego
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Los reencuentros no se producen por decisión, sino por la espontánea ebullición de experiencias compartidas que nos han ligado emocionalmente. Lo cual no implica que no aspiremos a ellos, pero con la conciencia de la incertidumbre de si ese instante mágico tendrá lugar.
Recuerda Oriol Alonso, en su análisis de la obra de Rafael Argullol[1], que para este “La experiencia se nos escapa por completo, en definitiva. Todos los matices que dibujan nuestra vivencia rompen en todo instante los grilletes que intenta imponer nuestra voluntad. Sin embargo, necesitamos controlar todo lo que se ha vivido y se vive
Nos hallamos enredados en una telaraña de confusión en la que la memoria sesga los hilos que podrían dar sentido y posibilidad de hilvanar algún relato. Miedos, desconfianzas, un agudo aguijón que envenena toda la amalgama de emociones, como si éstas hubieran sido generadas desde la falsedad de todo cuanto creemos que nos es ajeno
Habitar en la incertidumbre es propio de la existencia humana; aunque la inercia mental busque resortes, la vida no puede darse si no es en el riesgo de decidir a tientas.
Dice el refrán que “no por mucho madrugar amanece más temprano”, pero ingenuos y, confusos por el tiempo interno, avanzamos la mañana para acelerar los días y con ellos los acontecimientos que deseamos descifrar con impaciencia. No hay mayor sufrir que la incertidumbre postergada reiteradamente, que no permite asentar el dolor sobre un motivo definido.
La incertidumbre del momento siguiente es tan ínfima, en ocasiones, que podríamos prescindir de que ocurriera.