La ingenuidad, divino tesoro.

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La ingenuidad es un bandazo de aire fresco y oxígeno que los niños nos regalan a los adultos, que tan maleados estamos tras años de existencia. No diré que un niño es bueno por naturaleza a lo rousseauniano y que lo pervierte la sociedad. La ingenuidad es el fluir espontáneo de quien aún tiene mucho que aprender sobre los otros y el mundo, pero no creo que pueda atribuirse a la bondad o maldad del individuo que está creciendo. Seguramente, la competencia más básica en la que entramos con los otros aún no ha sido interiorizada y, por lo tanto, la ocurrencia de que alguien puede querer ponerle una zancadilla no se le ha ocurrido, aunque luego sea él quien se la ponga a los otros. Es decir, hay acciones que surgen de determinadas experiencias de la convivencia humana y que afloran en el momento en el que corresponde.

Mientras no hemos entrado en esa competencia por una diversidad de propósitos con los otros, puede surgir una ingenuidad que no está exenta a veces de mala intención, pero tan rudimentaria que inclusive nos provoca una sonrisa. Tal vez, no soy experta, la primera carrera de fondo a la que se enfrenta un niño es por celos con sus hermanos. Ir adquiriendo conciencia de que para existir hay que afirmarse, haciendo notar la propia presencia e ir forjando artimañas para lograr la atención parental. Es una de las conductas más curiosas de los niños, porque la creatividad demandando atención puede ser tan sutil que ni nosotros nos apercibamos, ni ellos tenga conciencia de que su conducta tiene como fin esa quimera. Sí una fantasía, ya que hay épocas en las que la atención de los padres nunca parece suficiente, mientras haya otros competidores que también la logran.

En esta lucha tan tribal aprendemos que nada se puede dar por supuesto y que aquello que se desea hay que poner los medios para lograrlo. Aunque sea una querencia imposible, como la necesidad de ser amado que nunca sentimos del todo satisfecha, incluso en nuestro nido familiar.

No obstante, las conductas imitativas de aquellos que rodean al niño, que por edad no le corresponde adoptarlas, o expresiones que mimetiza y que aprende a aplicar bien, despiertan en nosotros esa ternura hacia el niño que por inocencia e ingenuidad nos renuevan.

Son momentos de la infancia en los que recibimos mucho de ellos, nos enseñan a valorar y disfrutar de las cosas pequeñas de la vida, y deberíamos agradecérselo. Que sepan que ellos importan porque no solo son cuidados, sino que son fuente de alegría y felicidad para los mayores. Quizás pocos crecen sabiendo lo mucho que han dado a sus familias, sino que acostumbran a oír en las conversaciones entre adultos lo dura que es la crianza.

Una anécdota que muchos habremos presenciado es el gesto de un niño que se tapa los ojos, convencido de que, si él no ve al otro, éste tampoco lo ve a él. Aunque tenga que ver con su desarrollo cognitivo, capacidad de mentalización, etc., acaba convirtiéndose en un rito mágico que nos induce a pensar a los adultos: ¿Y si todo fuera tan sencillo como taparse los ojos para no ver, ni ser vistos?

Deberíamos rebañar de cada instante toda la ingenuidad, acumularla y esparcirla por doquier para sanear la vida adulta. Son resquicios que nos quedan de una brisa imperdible, un aroma de simplicidad que nos iría muy bien para sobrellevar los dolores del mundo, que son excesivos.

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