La desesperación.

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La desesperación es un pozo en el que braceamos para no morir ahogados. La única posibilidad de salir es, o nos parece que es, el braceo acelerado, mal acompasado e ineficaz; por eso muchos se hunden. Sin embargo, si conseguimos conservar cierta frialdad ante los infortunios, podemos llegar atisbar otras vías de escape: el grito de auxilio, al que acudirá alguien que nos escuche; mantenernos a flote con extremada paciencia para no malgastar fuerzas, aferrar los pies a las paredes del pozo, erosionándolas para encontrar un punto de anclaje en el que apoyarnos para ir ascendiendo. Todas estas estrategias combinadas pueden ayudarnos a sentirnos menos desesperados y a que, controlada la angustia, seamos capaces de hallar aún más alternativas.

A menudo, nos desesperamos por sucesos que no dependen de nosotros y ante los cuales solo podemos moldear nuestra actitud, a fin de que esta disposición del ánimo no nos hunda en un estado que ya no es externo, sino propio y muy desapropiado para vadear por la existencia con la multitud de contingencias que sobrevienen.

Desesperarse es tremendamente humano, pero poco eficaz para sobreponernos a los obstáculos que se interponen en nuestro intento de vivir. El clamor para demandar la ayuda de otros es crucial, aunque nuestras dificultades para pedir auxilio se interpongan, solo cumplen la función de sabotear la vida.