El reencuentro con amigos de los primeros años de juventud constituye un refrescante renuevo de la percepción vital. Ese soporte de generosidad, ajena a la familia, que se experimenta con la autenticidad de quien tantea los límites de la vida encajando las manos que no se desprenderán, reporta tiempo después la certeza de que hubo amistad. Y resuenan cánticos inéditos al poder reconocer que hubo, en este trayecto abrupto, gestos nítidos que conformaron un esqueleto más valioso de lo supimos captar.
Y no porque, entiendo desde ahora, la juventud sea ese adulado divino tesoro –como si no sufriese el joven la digestión de vivir- sino porque la temprana edad conserva la inocencia y hace posible la honestidad, la transparencia y el reconocimiento de las miserias que ya les acechan.
El lujo de revivir la presencia de los que fueron grandes amigos, indica que tuvimos una comunidad de iguales y que esa experiencia permanece en nuestro bagaje vital, aunque el tiempo malévolamente la difumine.