Rostros iracundos de infantes envueltos en sucios harapos ensangrentados transitan, entre fuego cruzado; yo observo tras un grueso muro las escenas y experimento una paresia de las extremidades que acaba paralizándome. Siento vergüenza por mi cobardía, por esa debilidad que ha cedido al terror, por la costumbre de visionar imágenes como ficción, por la incapacidad de perder la vida en ese monstruoso caos que debe ser el mismo infierno.