Toda revolución social o política debe estar fundamentada en un proceso de introspección sobre las propias convicciones, para que nuestra acción no constituya una mimesis ajena, tras haber cedido a la presión de lo que aparentemente piensa la mayoría. Este es uno de los lastres de las democracias: los poderes fácticos difunden como mayoritarias opiniones –mera doxa sobre lo aparente- que espolean a los individuos a adherirse a lo supuestamente correcto y abierto; faltos de una autorreflexión y actitud crítica, absorben aquello que se impone subrepticiamente como lo válido.
Pero, cuando una pretendida transformación social y política no fluye de la interioridad del sujeto, aquel que decide y actúa, nos hallamos inmersos en un fenómeno de manipulación de la masa anónima y acrítica que aumenta como una bola de nieve. El riesgo es que, en estas condiciones, no hay revolución auténtica porque esta se origina en las conciencias.