La ternura es una emoción bien escasa en un mundo colmado de crueldad e insensibilidad, necesarias ambas para resistir a las contingencias ruinosas que suelen esparcirse por doquier. Pero, por fortuna, esos ínfimos, micros espacios en los que nos vemos atrapados por esa terneza vivificante, son reductos privilegiados que perduran en nuestra memoria emocional como un bien, casi inmerecido por la propia truculencia autoprotectora.
Quizás sin esos tiempos de benevolencia tierna, no sería perdurable, aunque negada, la sensibilidad que nos caracteriza como humanos.
Andamos faltos de coraje para manifestar emociones que nos hacen vulnerables, pero ¿qué valor tiene una vida necrosada, si lo más valioso que poseemos reside en esa sensibilidad, emotividad que nos ensambla con los otros, culminando una necesidad oxigenante?