Cautivos en un habitáculo mínimo, exacerbamos vanamente los abruptos azotes para ampliar el espacio. De tal forma que restamos en esta lid, magullados y amoratados de ejercitarnos en un absurdo esfuerzo, cegados por la convicción de que nuestra reclusión es externa.
Hasta que exhaustos y mirando horizontalmente esa supuesta celda, nos sorprendemos ante un azul intenso, un cielo ajeno a nuestra tragedia que, aun así, nos bocea lo obvio: no hay muros, no hay encierro, tan solo espejeamos nuestras murallas internas que, en un absceso de desesperación, hemos confundido como estrategia de simplificación en una prisión física, que a su vez legitimase nuestra incapacidad e imposibilidad de liberarnos.
Pero ¿de qué debemos liberarnos? Quizás de prejuicios, emociones primigenias, relatos fortificados y todo cuanto, en definitiva, nos impide vivir o algo semejante que consista, acaso, en trascender nuestro infierno para tender un hilo a los avernos ajenos.