La impotencia es una de las heridas del hombre moderno que genera una rabia incisiva contra un ente abstracto y difuso que es el denominado sistema. Porque, constatadas determinadas regularidades que dinamizan y permiten subsistir y desarrollarse a la referida y pesada estructura económico-social, el individuo se siente inmerso y naufragado en un gigantesco océano de imposiciones de las que no puede desprenderse, y que le coaccionan a ser cómplice activo del uso y la cosificación de otros humanos, que malviven bajo el yugo de una explotación que deviene condición necesaria para la supervivencia del sistema.
Quienes no quieren contribuir ni ser partícipes se hallan con la sombra persecutoria de su inevitable colaboración.
Actos reivindicativos como no consumir productos elaborados por empresas que se lucran a costa de la vida de muchos, se convierte en un gesto de lujo. Sencillamente porque la red de comercio justo, sumida en un contexto atrozmente capitalista, no puede competir en precios, ni en oferta. En estas condiciones, lo que es justo para quien produce se convierte en injusto para quien consume, porque su poder adquisitivo –una de las cadenas del sistema- no le posibilita elegir. Tan solo rebuscar en el mercado aquello que le permita satisfacer necesidades materiales con los recursos de los que dispone.
Así, acudir al denominado comercio justo es la pose de los burgueses acomplejados que simulan y se creen estar haciendo algo contra el sistema; cuando no es más que un ademán hipócrita y sosegador de conciencias.
La impotencia del individuo que tiene plena conciencia de cómo y por qué prolifera el capitalismo sin que quiera hallarse alternativa, constituye una de las causas que de forma inherente han llevado a occidente al nihilismo. Si quienes predican la libertad engrillan como marionetas al sujeto, ser libre es un espejismo que nunca se tornará real, porque incluso quien en nombre de la autonomía de cada individuo, crea una estructura que devora esa libertad está evidenciando que no es más que una utopía que deslumbra; y, por ende, decapita la capacidad crítica, la auténtica voluntad y la capacidad de actuar contra un monstruo excesivamente pesado.
Somos nihilistas porque nada nos corresponde propiamente, porque una vida de esclavitud es un sinsentido arraigado en nuestra mente que trunca toda esperanza. Y cuando no hay horizonte, solo hay la nada, de la que ni tan siquiera sabemos si puede ser dicha, nombrada y ontificada como algo vacuo en la que podemos navegar sin rumbo, pero al menos restamos siendo, porque sí.