El virus con Corona, o el poder de un parásito

Transcurren los días con sus noches, esas sombras alargadas y perfiladas en las que lo oscuro no es sino lo cotidiano. Un cierto silencio inusual es la melodía perpetua, cuyo cometido es recordar que un virus, un ser microscópico de origen vago -o quizás, más que impreciso, problemático- nos ha desalojado de las plazas, las rúas y las costanillas. Ocupadas, ahora eventualmente, por especies que ante nuestra ausencia han supuesto que ese espacio les pertenece; y se puede observar en medio de una arteria urbana como una gaviota, sin turbación alguna, yugula a una tórtola hasta descarnarla y dejar el pavimento rojizo. Y, un observador atónito, que se apercibe de la metáfora que constituye el desuello que acontece: la supervivencia del más fuerte, la masacre de los desposeídos, el desangramiento despiadado que los poderosos delegan en sicarios. Y aún, lo más terrible que se destila del simbolismo de lo contemplado: todos somos sicarios y víctimas simultáneamente, unos en relación jerárquica con los otros; sin nuestra complicidad no hay sometimiento ni poderío que valga.

Desolado y descompuesto, quien desde su balcón ha sentido herida la mirada, se hunde anímicamente de perplejidad e incredulidad, diciéndose: “Esto he aprendido de un réprobo e ínfimo bichito: que Hobbes acertó aseverando homo hominis lupus. Y que no es la apariencia la que nos hace más feroces, sino el poder fáctico; porque quién diría que un parásito podía devastarnos con la muerte y la miseria. Pues sí, acaso sean los genuinos parásitos sociales, que no aparentan serlo, los depredadores con fauces más potentes que ejercen como la cúpula de una jerárquica supervivencia».