Su cuerpo se deslizaba como serpenteando para no ser detectado; ni por el ruido involuntario que pudiera hacer, ni por el bulto que erguido hubiera constituido. El objetivo: la caja de galletas de chocolate que escondía su madre. Sigilosamente, avanzaba con lentitud y sumo cuidado de su habitación hacia la cocina; exactamente, al armario ubicado en lo alto, encima de la nevera. La paciencia y templanza que se desprendía de sus sinuosos movimientos eran impropios de un niño de ocho años, sin embargo, llevaba tiempo urdiendo el plan que le concedería su trofeo, y para ello había ensayado multitud de veces ese tipo de baile corporal por el que parecía estar poseído.
Pero como todo, las estrategias pueden salir de ensueño o decaer catastróficamente. Así es que, un sutil tropiezo con la pata de una silla que, hay que reconocer, tampoco supuso un ruido desmedido, despertó ese sueño tan fino y quebradizo que padecía su madre. Él, pensando que el tropezón no podía haberlo delatado, continuó con su ritmo pausado, con la confianza de estar llevando a cabo su objetivo de forma impecable. Mas, la madre alertada por el ruido y con la certeza de que a esas horas nadie de la familia podía hallarse en el comedor, procurando un silencio casi sepulcral, se armó con el atizador de la chimenea, que por desgracia se había quedado fuera de su sitio habitual, y esperando su oportunidad, se mantuvo adosaba e inmóvil junto a la pared, incluso conteniendo la respiración. Por ello, cuando el niño, casi ya con forma de serpiente, se deslizó en la oscuridad cerca del escondite materno, ésta profiriendo un alarido golpeó con todas sus fuerzas el bulto que creyó intuir a su izquierda. Tras el estruendo del grito y el atizador, la madre corrió a encender las luces. El resto de la familia se había levantado alertada por el desgarro vocal de la madre. Y, sin poder proferir palabra alguna, todos se quedaron catatónicos al observar la cabeza del pequeño sangrando por una obertura que mostraba una fractura de cráneo. No entendían qué hacía allí el benjamín de la familia, ni el porqué no había reclamado la atención de sus padres, y menos se imaginaban que la causa del trágico y definitivo incidente para toda la familia fuese una onza de chocolate. Moraleja: el chocolate mata.
Jajaja. Moraleja: todavía estoy vivo.
Segunda moraleja: no se puede vivir sin chocolate.
Abrazo
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Totalmente de acuerdo, soy adicta…
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No sé… Al principio me encantó esa pequeña aventura que vivía el niño con la intrepidez de un gringo en la guerra de Vietnam. Pero el desenlace se me hizo muy crudo.
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Pues lo siento. Es el absurdo, los adultos hacemos complejo un mundo que los niños ven con sencillez….
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Sí, Ana. Perdona. Espero que no interpretaras mi comentario como una crítica. Un saludo.
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Noooo, pero podría serlo, faltaría más….así aprendemos… Gracias por tus aportaciones!!!!!!
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Muy bueno. Me gustó mucho.
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Tomaré nota para mis incursiones nocturnas y llevaré escudo. Que yo, por el chocolate, MA-TO. Jajajja ¡Un abrazo!
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Jajaja jaja jaja… Yo tben, soy adicta!!!!!
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