Del individuo al sujeto

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La convicción platónica de que la vida es una preparación para la muerte se sustenta en dos supuestos, al menos: primero en que el ser del individuo es indisociable de la polis y su propósito también, a saber, el bien; y en segundo lugar en que la vida auténtica viene después, ya que la plenitud, la contemplación del bien absoluto, solo es posible cuando el alma se ha separado del cuerpo, esa carrocería que nos permite transitar por este mundo de sombras. Esta concepción de la vida humana, presentada sucintamente, es heredada como fundamento racional del cristianismo que, a su vez se asienta en la importancia de la comunidad de creyentes como única vía para llevar una vida en sintonía con la fe en Cristo y, por ende, acciones que contribuyan a anticipar en la tierra el Reino de los Cielos.

Obviamente, tanto las creencias platónicas, influidas por el pitagorismo y el orfismo, como las cristianas son opciones respetables y de gran arraigo en la cultura occidental que dotan de sentido y significado a la vida terrenal.

La dificultad, hoy, es que el hombre moderno y su despliegue que sería lo que se ha denominado el postmoderno, no pueden ya sostener la vida en futuribles inciertos que lo desplacen como eje y motor de su propio existir. O, dicho de otra forma: para la modernidad el sujeto es el punto de partida y la referencia de cuanto este reflexione y decida hacer con esa existencia encarnada en el mundo. El entorno es una sociedad que no se basa en los vínculos, sino en los pactos y la vida es un asunto privado con la que cada cual debe lidiar. Este cambio de paradigma —usando la terminología khuniana— para referirnos a una sustitución de una cosmovisión por otra, imposibilita entender la vida como algo que no es más que algo en función de un horizonte posterior. El individuo moderno deviene sujeto y esto es crucial para entender que la existencia exige respuestas y sentidos aquí y ahora, y no se reconoce como alguien sometido a promesas proféticas.

Es, en consecuencia, la condición del humano como un sujeto que dirime su querer y actúa en pro de este lo que incapacita al hombre moderno para dejar su vida en las manos de un Dios al que necesitamos matar precisamente para ser protagonistas de nuestra existencia y, por ende, sujetos con una capacidad racional y de reflexión cuyo horizonte parece ser para el hombre ilustrado un haz de posibilidades infinitas.

La vida adquiere un estatuto propio y más elevado que la muerte, y esta última se percibe, en el contexto moderno, como una ruptura inevitable, pero no deseable, que afrontaremos en su momento. Nunca como el horizonte en función del cual dotemos de sentido a esta casi vida, sino como una finitud que será un estímulo para aprovechar ese tiempo finito y privilegiado —como especie superior que somos— del que disponemos.

Menospreciar el existir, el estar en el mundo, al conceptualizarlo como un peaje pasajero que hay que pagar, nos induce a dejar en manos ajenas algo que nos es propio y que tan solo siendo dueños de nosotros mismos podemos vivificar y experimentar profundamente.

De esta forma, la inversión en el lugar que ocupa la muerte para el humano, que se produce con la aparición progresiva de la modernidad, implica que la única certeza es la existencia del sujeto y que ese debe ser el referente a partir del cual todo acontecimiento sea interpretado.

Aquí, no hay ningún juicio de valor sobre la prioridad de una cosmovisión u otra, tan solo la constatación de que cada época tiene sus referentes antropológicos y éticos, los cuales necesitamos explicitar y desvelar para entendernos a nosotros mismos, como seres determinados en su existencia por un contexto cultural concreto del que ni podemos prescindir, ni hay razón alguna para pretenderlo.

Únicamente, en una sociedad de individuos nihilificados, es decir sin hilos ni nexos que los vinculen, puede tener lugar la aparición del hombre como sujeto. Siendo este acontecimiento una exigencia para la continuidad de la cultura occidental.

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