Una habitación, un simulacro de cocina-comedor y un aseo. El silencio deambulando sigiloso, para no desdecirse. Una atmósfera densa y cargada por falta de ventilación, con multitud de ínfimas partículas invisibles hacinadas. Unas cortinas añosas y mugrientas cuya presencia se hace cargante opacando todo haz de luz. Una techumbre ocre, alzada con racanería, y unas paredes agrietadas que amenazan con derruirse.
En ese espacio lúgubre, un hombre tendido en un camastro con los párpados apagados y la mente despierta, cavilando circularmente, atrapado en un bucle intrusivo y pernicioso que paulatinamente va agitando su respiración. Un pulso que acaba en palpitaciones taquicárdicas, una sensación de asfixia que oprime el pecho, a la vez que este se ensancha con cada latido desquiciado…súbitamente, se incorpora, se sienta y vocea desgañitándose: ¡Basta ya!
Ha truncado el silencio, ha provocado un desplazamiento agitado de las partículas del aire. Mas, todo continua igual: una existencia decrépita que no atiende a bramidos y un ser humano que, por no poder ser un Joker, se precipita anónimamente a su final. Descorre con dificultad las cortinas centenarias y podridas, abre la ventana y salta. Sí, salta porque había olvidado que habitaba en una planta baja. Ahora ya sabe que su nombre es Sísifo.